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Tribuna
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Lecciones de una crisis

En julio de 2003 el presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, firmaba, tras el Rey, la Ley Concursal. La legislación concursal en vigor hasta entonces resultaba muy desajustada a la realidad económica del país, era dispersa, propiciaba el predominio de determinados intereses particulares en detrimento de otros generales y del principio de igualdad de tratamiento de los acreedores y era incapaz de reprimir eficazmente las maniobras de mala fe, los abusos y simulaciones a que se prestan las situaciones por las que atraviesan las empresas en crisis.

Hasta la Ley 22/2003, seguían en vigor un buen número de artículos de nuestro primer Código de Comercio, promulgado por… ¡Fernando VII! La codificación española del XIX dio lugar a una legislación fragmentaria, estructurada sobre una dualidad de códigos de Derecho privado, civil y de comercio, y de una regulación separada de la materia procesal respecto de la sustantiva, en la Ley de Enjuiciamiento Civil.

Para complicar el sistema aún más, junto a las clásicas instituciones de la quiebra y del concurso de acreedores, se introdujeron figuras con presupuestos objetivos difusos, como la suspensión de pagos y el procedimiento de quita y espera. La Ley de Suspensión de Pagos, de 26 de julio de 1922, que se dictó para resolver un caso concreto, llegó a convertiste en la pieza clave de nuestro Derecho concursal, complicando aún más el ordenamiento y propiciando corruptelas muy notorias. La normativa introdujo privilegios y alteraciones del orden de prelación de acreedores, no siempre fundadas en criterios de justicia -exposición de motivos de la Ley Concursal-.

Cuando en un país se crean 250.000 hogares al año y se construyen 800.000 viviendas, hay una burbuja inmobiliaria

En este contexto resultó refrescante la entrada en vigor de la Ley 22/2003, bajo la que se ha realizado algún proceso relevante -como es el caso de Avánzit o Española del Zinc-. La crisis de Fadesa pondrá sin duda a prueba la efectividad de esta norma.

Tratamos de extraer ahora algunas lecciones de la situación por la que atraviesa el sector inmobiliario. Habrá quien nos acuse de sesgo retrospectivo, aunque en octubre de 2005 ya argumentábamos en esta línea en el diario El País:

Cuando en un país se crean 250.000 hogares al año y se construyen 800.000 viviendas, hay una burbuja inmobiliaria.

Las tasaciones, como los informes de auditoría o los de las agencias de calificación crediticia, son documentos a instancia de parte. Por tanto parece sensato extremar las cautelas respecto a su metodología. Tras los escándalos de Enron, WorldCom o Parmalat, se extremaron estas cautelas. Y un sistema hipotecario tan maduro como el español cuenta con la Orden Ministerial ECO/805/2003, que establece un marco de análisis para la valoración de inmuebles basado en las expectativas de generación de flujos de caja. Sin embargo resultaban necesarias las recomendaciones de la CNMV a las sociedades de valoración e inmobiliarias cotizadas o en proceso de salida a Bolsa en relación con la valoración de activos inmuebles (01/07/2008).

Aunque algunos teóricos insistan en la estructura óptima del capital, la deuda hay que devolverla. La certeza sobre los flujos de caja futuros no existe, pero sí hay seguridad sobre la obligación de atender a la devolución del principal. El establecimiento de periodos excesivamente largos de carencia de devolución del principal no ha contribuido a la educación financiera de algunos inversores, que han defendido operaciones corporativas con argumentos tan sofisticados como con el cupón ya pago los intereses de la deuda. ¿Y el principal, qué?

Resulta curioso cotejar los informes de analistas defendiendo la racionalidad de que las inmobiliarias coticen con una prima respecto a su valor liquidativo (Net Asset Value o NAV) con los ulteriores informes, firmados por los mismos autores, argumentando que financieramente sólo tiene sentido que a las inmobiliarias -incluso las patrimonialistas- coticen al descuento, como los holdings. Probablemente ni una cosa ni a otra: cada inmobiliaria merece prima o descuento en función de su equipo gestor.

El suelo en algunos países liberales, como Reino Unido, pertenece a la Corona. En un entorno de burbuja sobre el precio de la vivienda, el precio del suelo absorbe por anticipado las subidas del precio de la vivienda, y se convierte en un bien ofertado en régimen monopolista -cada parcela es única en razón a su ubicación-, demandado con fruición como materia prima para la promoción residencial.

El suelo es el sustrato de nuestra convivencia, y por las importantes externalidades que existen alrededor del mismo, debe ser protegido. Sacar al mercado más suelo no sólo tiene importantes costes económicos -¿quién financia la recogida de basuras, las acometidas para el suministro de agua, electricidad, teléfono, el transporte público, los colegios, hospitales y demás infraestructuras precisas alrededor del nuevo desarrollo?- y medioambientales, sino que en una espiral de precios según el modelo tela de araña, el precio de la vivienda continúa su escalada, pues la demanda crece más que la oferta -recomendamos al lector cualquiera de los múltiples y brillantes trabajos al respecto del urbanista Javier García-Bellido-.

En este sentido, parece buena idea utilizar suelo ya clasificado como urbanizable para promover vivienda protegida, evitándose así el consumo de un recurso natural y escaso como el suelo. Alternativamente podría licitarse la compra de vivienda ya construida, y adquirirla, para su posterior alquiler protegido, a un precio conveniente para la Hacienda pública.

José María Nogueira. Responsable de Estructuración de Activos de Banco Pastor

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