Europa entra en competencia
Estamos a punto de que las bocas gubernamentales vomiten por fin la palabra crisis, momento que será de celebración para quienes vienen reclamando que así sea en las filas del principal partido de la oposición, el Partido Popular, y de quienes a su vera ensayan nuevas afinidades después de cuatro años de abrupta separación y antagonismo. Pero el alivio del personal que se sienta en los escaños del Congreso de los Diputados es improbable que tenga efectos decisivos sobre los índices que se van deteriorando, según empiezan a reconocer el presidente (que cuenta reducir la oferta pública de empleo en un 70% para 2009), el vicepresidente Solbes (que apuesta para 2008 por un crecimiento del PIB inferior al 2%), el secretario de Estado de Hacienda (que reconoce la evaporación del superávit presupuestario), el ministro de Trabajo (que pronostica un índice de paro cercano al 11%), y así sucesivamente.
Esta situación tiene un doble origen. Exógeno en cuanto a su elemento fulminante, las hipotecas que denominan subprime, una peculiaridad norteamericana con enorme capacidad de contagio. Endógeno en todo lo referente al pinchazo de la insostenible burbuja inmobiliaria que se traducía en la construcción de un número de viviendas mayor a la suma de las aportadas cada año por Francia, Reino Unido, Alemania e Italia.
Estábamos felices anclados en la idea patrocinada por Cristóbal Montoro según la cual los ciclos característicos de la economía habían desaparecido en favor del progreso indefinido. Aumentaba la oferta y quedaba desmentida la famosa ley porque lo hacían a ritmo mayor los precios y la demanda. El ladrillo parecía ser la nueva versión de la piedra filosofal. Los ayuntamientos parecían haber encontrado un sistema prodigioso de financiación y a su calor los partidos políticos y los intermediarios encontraban fondos crecientes que rebosaban merced al coeficiente de corrupción.
Parecíamos invulnerables, pero como en la canción de Joaquín Sabina, 'al final llegó el final'
Cerrábamos las cuentas públicas con superávit fiscal y las vísperas electorales disparaban la subasta de ofertas: por cada nacimiento se recibirían 2.000 euros y otros 400 irían a los bolsillos de los asalariados y de los autónomos. Las voces de alarma quedaban apagadas como ecos surgidos de los triunfalistas de la catástrofe. Parecíamos invulnerables. Pero como en la canción de Joaquín Sabina, 'al final llegó el final'.
La campaña electoral hizo al Partido Popular presentar proyectos como el del contrato con los inmigrantes que fueron recibidos con estruendo desaprobatorio. Pero amaneció una nueva situación y los políticos al cargo del Gobierno pensaron que el paro creciente abriría una nueva competición por el empleo que afectaría a la parte más baja de la escala social. Entonces se impuso el pragmatismo y volvimos los ojos a la Unión Europea. Si de Bruselas nos había venido durante años el maná de los fondos estructurales y de cohesión que ahora migraban a los países de la ampliación, ahora podrían venirnos normas para enfrentar otros problemas.
Así se pensó que Bruselas podría suministrar directivas inatacables por los ácidos. Ese ha sido el caso de la que permitirá el retorno de los inmigrantes sin papeles que queden sin trabajo y la nueva que abre la semana laboral desde las 40 hasta las 60 horas semanales. Como reza la leyenda de la viñeta de El Roto aparecida en las páginas de El País: '¡Sed libres! ¡Emancipaos de las cadenas de las conquistas sociales!'.
La alternativa de Europa se resumía en dos opciones extremas: exportar derechos y libertades o importar esclavitudes. En aras de la competitividad se diría que se ha preferido la segunda. Fracasamos con san Francisco Javier y ahora desertamos de lanzar a nuestros sindicalistas para que los trabajadores de aquellos lugares remotos tengan vacaciones y derechos de huelga. Así que empezamos a rebajar las condiciones de nuestro admirado Estado del bienestar. Veremos.
Miguel Ángel Aguilar. Periodista