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Tribuna
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La economía de la honestidad

Expertos en la materia, como la Association of Certified Fraud Examiners, estiman que el fraude y otras malas prácticas de sus empleados cuestan a las compañías, cada año, el equivalente a un 5% de sus ventas. La extrapolación de la estimación anterior a los datos más recientes de la contabilidad nacional española, situaría el coste anual del fraude empresarial en nuestro país en varias decenas de miles de millones de euros. Palabras mayores.

Para poner en contexto la cifra anterior basta recordar que, de acuerdo a las cifras disponibles en Estados Unidos, el coste del fraude cometido dentro de las compañías por sus empleados multiplica varias veces el coste total del resto de delitos contra la propiedad. Paradójicamente, las cifras anteriores no guardan proporción con el esfuerzo dedicado a perseguir los delitos de cuello blanco, o con la alarma social que generan. Confirman, además, lo que ya sospechábamos; si hablamos de euros, el ladrón más peligroso es un oficinista armado con una hoja de cálculo.

Los datos anteriores ponen de manifiesto la incidencia de la deshonestidad en la vida económica de las sociedades más avanzadas. Como es sabido, la honestidad es uno de los factores que explican el éxito de las economías más prósperas. Sin ella, la economía de mercado se desmorona, dado que requiere de transacciones entre individuos que no necesariamente se conocen pero que se fían unos de otros. Trabajos como los de Transparency International sobre percepción de la corrupción permiten vislumbrar la importancia de la honestidad en el desempeño económico de los países.

El estudio de la honestidad no es algo nuevo para los economistas, aunque ha sido objeto de una nueva mirada por parte de los académicos adscritos a la economía del comportamiento; aquella que recurre a la psicología para entender las decisiones de los agentes económicos.

Así, la honestidad ocupa un lugar destacado en uno de los ensayos de la temporada: Predictably Irrational (Harper Collins, 2008), del economista israelí Daniel Ariely. En uno de los experimentos narrados en el libro, el autor solicitaba la resolución de algunos problemas matemáticos a tres grupos homogéneos de estudiantes de Harvard. Se trataba de saber si gente honesta estaría tentada a hacer trampas. El primero de los grupos debía devolver sus resultados al examinador, para que éste decidiera el número de preguntas correctas y entregara el premio acordado. En el segundo grupo, era el propio examinado el que debía valorar sus resultados y decirle al examinador cuántos problemas había resuelto. El profesor, posteriormente, entregaba la recompensa. El último grupo debía autocalificarse y cada individuo se fijaba su propia recompensa. Ni siquiera debía entregar el documento al examinador. Quizá sorprenda, o quizá no, pero los estudiantes del primer grupo fueron, de lejos, los que peores resultados obtuvieron.

Ese y otros experimentos llevan a Ariely a concluir que, cuando se presenta la ocasión, buena parte de las personas se inclinan hacia la deshonestidad. También sorprenderá saber que los resultados del segundo y del tercer grupo no son sustancialmente distintos, a pesar de que los miembros del último grupo no tenían riesgo de ser descubiertos. En definitiva, la gente hace trampas cuando se presenta la ocasión, pero no suele llevar la deshonestidad al límite.

Ariely comprobó, también, que la propensión a la deshonestidad desciende dramáticamente cuando, en el momento de la tentación, a las personas se les recuerdan sus obligaciones morales. En una curiosa versión del experimento anterior, el autor comprobó que el engaño desaparecía cuando se pedía a los participantes que recordaran los Diez Mandamientos. O cuando se les recordaba que su comportamiento en la prueba estaba sujeto a un código ético. Aunque éste código no existiera. La moraleja es que, en ausencia de referentes morales o de comportamiento, la tentación nos puede. Y que, por lo tanto, en las situaciones tentadoras a las personas se les deberían recordar estándares de comportamiento correcto.

Lo anterior nos devuelve al punto de partida, a la alta incidencia del fraude en las empresas. Quizá la actual proliferación de códigos de conducta, códigos éticos, políticas de responsabilidad social y demás instrumentos de rearme ético en las organizaciones cumpla una función añadida a aquella con la que fueron concebidos. Quizá no se trate tan sólo de proteger a la sociedad de las externalidades de las compañías, sino que el verdadero reto sea proteger a las compañías de las tentaciones de sus empleados.

Ramón Pueyo Viñuales. Economista. Global Sustainability Services de KPMG

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