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Columna
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Las cosas como son

El Gobierno es responsable de no haber sabido adoptar las medidas oportunas para aminorar los efectos de la desaceleración y de disfrazar lo delicado de la situación, asegura el autor. Por su parte, la oposición debería, según opina, afinar más sus análisis y no intentar catequizar con recetas poco meditadas

Miren por dónde, el Gobierno, que hasta hace poco no había prestado demasiada atención a la economía -salvo algún torpe intento intervencionista como la opa sobre Endesa o el manejo de las tarifas eléctricas- comenzó a considerarla como un filón electoral, con tan escasa previsión que eligió para ello el peor momento; a saber, cuando la coyuntura iniciaba un giro radical desde la expansión al estancamiento. Cogido a contrapié, se esfuerza ahora en subrayar los logros de los tres últimos años, prohijándolos como exclusivamente suyos, mientras que el partido de la oposición ve errores en todo y con atrevimiento supino propuso un decreto-ley con medidas brutales de reforma económica. Pero no es necesario incurrir en patriotismos económicos para explicar lo sucedido.

La economía española inició a medidas de la pasada década una fuerte expansión favorecida por una magnificas condiciones monetarias y financieras -tipos de interés bajos y revalorización continua del patrimonio de familias y empresas gracias al aumento de las cotizaciones bursátiles y la elevación del precio de las viviendas-. Ello permitió un incremento sostenido tanto del consumo y la inversión residencial de las primeras como de la inversión en general y la compra de otras empresas por las segundas.

El mejor tono de la economía facilitó un aumento neto del empleo y la ampliación de su oferta, empujada por los flujos migratorios que, no obstante, se concentraron en sectores de productividad relativamente baja, al tiempo que la remuneración por asalariado crecía a un ritmo superior al de la UEM. Era inevitable, pues, que el acelerado crecimiento del gasto originase una tasa de inflación siempre superior a la de nuestros competidores europeos. La balanza exterior se fue deteriorando sin pausa y la necesidad de financiación de la nación aumentando.

El Gobierno ha hecho muy poco para advertir a los españoles que caminábamos por un camino minado

Eran por tanto claros los desequilibrios de nuestra economía y no menos evidentes los riesgos que se corrían de no impulsar las medidas correctoras necesarias. Eso sí, dichas medidas no sólo eran impopulares sino que sus efectos se percibirían a medio plazo; en una palabra, la combinación perfecta para que los políticos las olvidasen.

En consecuencia, las grietas comenzaron a notarse en la primera mitad del 2006. Para entonces resultaba palmario que aun cuando la renta disponible de las familias seguía aumentando, el avance de su consumo se traducía en un recorte de la tasa de ahorro, como lo era que la inversión empresarial provocaba un incremento de su endeudamiento y la consiguiente carga financiera -a finales de 2003 sus necesidades de financiación suponían el 3,8% del PIB y a finales de 2006 ascendían al 8,1%- , todo lo cual creaba incertidumbres respeto a qué sucedería en un escenario de elevación de tipos de interés, estancamiento de la inversión residencial de las familias y restricciones crediticias en los mercados nacional e internacional. Se jugaba, además, con la ilusión de creer que nuestra pertenencia a una unión monetaria era un seguro a todo riesgo, olvidando que el ajuste llegaría inevitablemente y que en una economía tan poco flexible como la nuestra tendría lugar a través de menor crecimiento y más paro. Pero el resumen es que a finales de septiembre el déficit por cuenta corriente superaba el 9% y las necesidades de financiación andaban por el 8,8% del PIB.

Y la crisis llegó de mano del mercado de hipotecas de alto riesgo en Estados Unidos, se extendió al sistema bancario y a las Bolsas de todo el mundo y empezó a contar sus primeras víctimas en España, entre las cuales nos encontramos los ciudadanos por partida doble: primero porque en mayor o menor medida vamos a pagar, literalmente, la factura y, segundo, porque tenemos que soportar el fuego cruzado de acusaciones necias entre Gobierno y oposición a propósito de las respectivas responsabilidades cuando lo cierto es que las cosas son mucho más sencillas.

El actual Gobierno ha hecho muy poco, primero, para advertir a los españoles que estábamos caminando por un camino minado y, segundo, para adoptar las medidas oportunas -asegurar un superávit presupuestario estructural sólido o fomentar la educación, la investigación, la competencia y flexibilizar de mercados- para aminorar el golpe; de eso y de intentar disfrazar lo delicado de la situación sí es culpable, pero no lo es, por ejemplo, de que el petróleo y ciertos alimentos suban.

La oposición, por su lado, tiene razón en criticarle por lo mucho que ha dejado de hacer pero haría bien en afinar más sus análisis e hilvanar un programa serio de reformas económicas, explicando a sus votantes potenciales la situación y sus remedios posibles en lugar de intentar catequizarles con recetas tan poco meditadas como las del Gobierno.

Raimundo Ortega Economista

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