La estación solitaria
El excursionista va a protagonizar una historia de intriga. Todo sucede porque un tren regional se detiene todos los días a las 13.17 horas en una estación solitaria en la que nadie sube a los vagones y nadie se apea de ellos. Ni los maquinistas ni los revisores ni los taquilleros saben, o quieren, responder a su pregunta: ¿por qué el regional se detiene en una estación que no figura en ruta alguna? æpermil;l, para su desgracia, lo va a averiguar.
El excursionista miró su reloj: eran las 13.17 horas. Como cada día a aquella hora, el regional aminoró su marcha para efectuar su quinta parada. Dio un respingo del asiento, espoleado por la curiosidad, y se dirigió al otro lado del vagón, junto al cristal de la ventana, para ver la estación con detenimiento. El tren esperó unos segundos, los que necesitó el revisor para comprobar que el andén estaba vacío y para agitar la señal circular. Fue un breve lapso, aunque suficiente para que pudiese escrutar el cartel que colgaba de la caseta de piedra. ¿Cómo se llamaba la estación? Las letras estaban cubiertas bajo una capa de polvo. Y no tuvo tiempo para más. El traqueteo volvió al regional y se reafirmó aquella suposición, madurada durante aquel año de trayecto diario: nadie se subía ni se apeaba de aquella lúgubre estación. Entonces, ¿por qué se detenía el tren?, ¿qué servicio prestaba aquella estación? Los interrogantes bailaban en su mente, mientras permanecía estupefacto junto a la cristalera. Luego volvió al asiento. Se relajó y sus labios articularon un susurro apenas audible.
-La Estación Solitaria.
Una estación tan solitaria como enigmática. Había mirado y remirado los itinerarios del regional de las 12.34, que estaban grabados en los paneles de las estaciones de origen y destino, sin encontrarla en ellos. ¿Por qué el regional se detenía en una estación que no figuraba en ruta alguna? Preguntó a los revisores, a los maquinistas y a los taquilleros, que le respondieron con una negligente encogida de hombros. ¿Y los mapas? Ningún punto de interés, ninguna localidad que justificase la necesidad de efectuar aquella parada.
Aquellas incógnitas avivaron su curiosidad. El primer sábado de abril el excursionista se apeó en aquella estación. Su primer contacto fue con una tarima de listones de madera que hacía de andén. Luego permaneció unos segundos inmóvil, viendo cómo el regional se perdía en el horizonte, hasta que lo despertó de su ensimismamiento el ulular del viento, que parecía formar un maléfico susurro. Respiraba un mediodía espléndido, cincelado por un sol generoso cuyo calor estimulaba su piel, adormecida por los rigores del invierno.
Recorrió la tarima hasta acercarse al cartel, que estaba demasiado alto para liberarlo de aquella nube de polvo. Pensó que debería haber una forma más cómoda de conocer el nombre de aquel destino.
Oyó un chirrido desagradable. Al girarse encontró la puerta de la caseta abierta, agitándose al son del viento. Una invitación a la que no resistió. Como en toda estación olvidada, el excursionista imaginó un decorado degradado, hediendo a orín, pero se encontró con una estancia impecable. La cera formaba una pátina en las baldosas y en ellas refulgía la luz del sol, que penetraba como un cuchillo afilado desde el ventanal. Frente a él, encastrado en la pared, un reloj circular señalaba las 13.17 horas. Y a su derecha, un admirable mostrador, elegante y clásico, que debió de servir de taquillero. Aquella contemplación se vio interrumpida por un chasquido débil. ¿De dónde procedía? En la pared de la izquierda observó una columna de renglones torcidos, escrita a carbón. Juraría no haberla visto cuando entró. Se acercó y leyó unos versos extraños.
Dos campanadas y nos verás,
hablar con el abuelo podrás,
una más y el contacto llegará,
entonces tu alma su turno aguardará.
El excursionista leyó tres veces el poema, pero no sacó nada en claro de aquellos versos dispersos e insondables, que hablaban de campanas, abuelos y almas. Al volver al exterior, cruzó la tarima en busca de una buena perspectiva. Subió por un pequeño montículo, cuya ladera estaba salpicada de amapolas y espigas. Desde el pequeño terraplén oteó el horizonte. A pocos metros de la estación divisó un grupo de casas. Juró por segunda vez, pues había mirado aquel lugar desde la ventana del regional y en él no recordaba más que una vasta pradera.
Enfiló el camino de la aldea. Un poblado misterioso, pensó, pero también pintoresco, donde todas las casas vestían de granito y tejados pizarrosos. Descollaba la iglesia en altura, apuntando al cielo con su campanario puntiagudo.
El excursionista recorrió la calle central, que era muy alargada y sinuosa. El silencio y la quietud flotaban entre aquella hilera de casas encantadoras. ¿Y los vecinos? Pensó que cruzaba un pueblo abandonado, pero desmintió aquella suposición. Todo estaba impecable, limpio. En los balcones florecían rosas, blancas y rojas, y en los escaparates entrevió alimentos frescos y apetitosos.
La calle desembocaba en una plaza espléndida. En ella pudo distinguir el edificio del ayuntamiento y a su lado, el arco de medio punto que formaba el portal de la iglesia. El excursionista alzó la vista para contemplar el soberbio campanario, que rompía la línea que el pueblo formaba en el cielo y donde se encastraba el reloj circular, cuyas manecillas se acercaban a las dos del mediodía. Luego fue a refrescarse en la fuente que ocupaba el centro de la plaza y en cuyo pedestal se había cincelado la frase 'La paciencia mueve montañas'.
-¡Dong, dong!
Las campanas tañeron las dos. Cuando el excursionista levantó la vista pudo vislumbrar, recorriendo el otro extremo de la plaza, a un anciano apoyado en un cayado. Y no sólo pudo ver al anciano. En un santiamén la plaza se llenó de gente y se transformó en un improvisado mercado. De aquella multitud le llamaron la atención los saltos frenéticos que una niña imprimía a la comba y la mujer que la acompañaba, una señora de modales rudos cuyos brazos sostenían sendas cestas de mimbre y que parecía gritar con denuedo. Aunque el excursionista no la oía. Ni a ella ni al hombre que estiraba las riendas de una mula, que a su vez tiraba de un carro lleno de hogazas de pan. De hecho no podía oír a nadie: se enfrentaba a una muchedumbre silenciosa.
Los atuendos de aquellos aldeanos parecían de otra época. El excursionista desentonaba de aquel ambiente anticuado y, sin embargo, no había suscitado el interés de nadie. Lo ignoraban hasta tal extremo que la mujer de las cestas se encaminó, decidida, hacia el lugar que él ocupaba. El excursionista gritó para avisarla de su presencia, pero ella no lo vio. Cuando el tropezón parecía inevitable se produjo un fenómeno excepcional. ¡La mujer había traspasado su cuerpo! Más tarde, otro despistado aldeano hizo lo mismo. Y otro. Fue entonces cuando advirtió que el contacto con los aldeanos no era posible ¿Vivían en dimensiones distintas? ¿O se trataba de un sueño que se disiparía al despertar? Se sacudió la cabeza, golpeó su frente, pero la mente lo devolvió al mismo escenario. ¿Fantasmas? Su cuerpo se heló y estremeció al admitir aquella posibilidad. A lo lejos, alguien parecía mirarlo. Era el anciano del cayado que se había sentado en un banco de la plaza y fumaba una pipa de arce.
Se encaminó hacia él, sin preocuparse de tropezar con aquellas siluetas etéreas, que traspasaba una a una, hasta que alcanzó el banco de piedra.
-Buenos días.
El anciano se quitó la pipa de los labios.
-Buenos días, joven, te doy la bienvenida -y una luz juvenil brilló en sus ojos, en contraste con la decrepitud que envolvía su cuerpo.
-¿Quién es usted? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué sucede? ¿Dónde estoy?
El atropellado interrogatorio terminó cuando sintió sobre su piel el contacto de los dedos del anciano. Con él podía tocarse y sus cuerpos no se traspasaban.
-En primer lugar, quiero darle las gracias por su presencia
Luego el anciano le relató una historia relacionada con aquella aldea. Habló del descubrimiento del ferrocarril y de la lucha que aquel poblado llevó a cabo para conseguir una estación de tren. Una lucha salpicada de dilatados trámites burocráticos, de debates políticos, de manifestaciones populares y tumultos, incluso baños de sangre. La aldea no consiguió su propósito y quedó aislada, de forma que fue perdiendo habitantes hasta que pereció en el olvido.
La historia, narrada con todo lujo de detalles, se dilató durante casi una hora. El excursionista escuchó con atención. Cuando terminó, pensó en lo poco que le había servido aquel relato para disipar sus dudas.
-¡Dong, dong, dong!
Tañeron las campanas de nuevo, para señalar las tres del mediodía.
-Muchas gracias, joven. Ya ha pasado la hora -el abuelo se levantó del banco de piedra-. Debo prepararme para la marcha Ahora ya puedes conocer el resto del pueblo.
De forma repentina, los aldeanos de la plaza dejaron sus labores para felicitar y vitorear al abuelo, al que levantaron y condujeron en volandas a su casa, que era la primera de la aldea. Después fueron en busca del excursionista, al que rodearon en un nutrido círculo de curiosos. Vio en los ojos de la muchedumbre el brillo que anunciaba una dilatada amistad, un futuro de compañerismo y convivencia. Los aldeanos se presentaron, uno a uno, sellando aquel encuentro con saludos efusivos. Ahora podían hablar y tocarse y sus cuerpos ya no se cruzaban.
Durante la noche, el pueblo sacó sus mejores galas para celebrar la llegada del excursionista. Cenaron y bailaron hasta que el crepúsculo anunció un nuevo día. Y cuando el sol alcanzó su cénit, todo el pueblo se congregó en la estación siguiendo al anciano, que se dirigió al mostrador de la caseta de piedra para comprar su billete. Cuando los relojes marcaron las 13.17 horas, el regional se paró junto a la estación. Las puertas automáticas se abrieron y el anciano las cruzó, oyendo los vítores de aquellas trescientas almas que formaban la aldea, que levantaron y agitaron sus brazos en señal de despedida. Trescientos turnos que debería de esperar el nuevo aldeano, anterior excursionista, para regresar al camino por el que había venido.