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Columna
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Economía y ecología

Con toda seguridad, hoy el objetivo de preservar el medio ambiente y de conservar las condiciones actuales del planeta es compartido universalmente por todos. Sin embargo, en pocos campos como en el de la sensibilidad ecológica resulta tan palpable uno de nuestros mayores defectos: antes no llegábamos, ahora nos pasamos.

En efecto, si bien es cierto que durante demasiado tiempo la variable ecológica ha estado ausente de nuestra matriz de decisiones colectivas, es más que evidente que en la actualidad, los abusos escudados en nombre del citado objetivo abrigan planteamientos y decisiones que desbordan ampliamente los límites de la racionalidad.

Ocurre además que cuando prima el radicalismo ecológico se orillan los instrumentos de análisis de problemas y adopción de decisiones, obviando que en economía toda decisión es una elección entre opciones alternativas que, en aras de la razón, exige valorar con rigor los respectivos costes y beneficios de las mismas.

Asistimos actualmente a un estado de conciencia colectiva que impide cuestiones como modificar el trazado de la curva de una carretera que ocasiona varias muertes al año a fin de preservar en su actual ubicación a un árbol centenario. Al hacerlo, se está optando entre dos posibilidades y, de acuerdo al concepto de precio sombra -asignar un precio a lo que no tiene precio- se está implícitamente valorando en mayor medida el coste que representa el riesgo de muerte del árbol vinculado a su extracción y replantación que el beneficio constituido por la certeza de salvar anualmente varias vidas humanas.

El radicalismo ecológico cuestiona actividades como la caza, en base a pretender combatir el exterminio de las especies. Algún ejemplo ayuda a visualizar la contradicción que incorpora esta actitud. Pensemos en el caso de las perdices, y convengamos que la explotación empresarial de su caza es la circunstancia que induce a la cría masiva de estos animales y a su multiplicación.

A su vez, la radicalidad ecológica resulta tremendamente insolidaria con los pueblos menos desarrollados, constriñendo sus posibilidades de desarrollo y, aún más, de supervivencia. Así, se discute la utilización de fuentes de energía eficaces, dificultando que los pueblos con menor consumo de electricidad puedan acceder al bienestar material proporcionado por el aumento de dicho consumo. A su vez, se cuestiona el sacrificio de determinados animales utilizados para la alimentación con lo que, de nuevo, se actúa como si se hubiera asignado un precio sombra mayor a la conservación de determinada especie animal que a la supervivencia de determinados seres humanos.

En otro orden de cosas, es frecuente que para la realización de nuevas infraestructuras o la ampliación de las ya existentes -por grande que fuera la ventaja inducida- se exija como condición sine qua non la inexistencia de impacto medioambiental alguno -por pequeño que éste fuese-. En realidad, se está actuando como si ante cada decisión sobre un posible cambio, se requiriera del mismo que constituyera un óptimo de Pareto, criterio por el que exclusivamente se admiten aquellos cambios que traen incorporado un beneficio sin que acarreen ningún coste. Las reglas más elementales de la lógica aconsejan que al analizar un cambio sea suficiente para ejecutarlo que las ventajas que aporte sean mayores que los inconvenientes que ocasiona. Como es sabido, los teóricos coinciden en que el uso indiscriminado del criterio paretiano en las decisiones sobre los cambios convierten -por lo restrictivo del citado criterio- en prácticamente imposible la decisión de cambiar, tendiendo a mantener congelada la realidad sobre la que dicho criterio se aplica. Expresado con toda su crudeza, es evidente que de haberse aplicado antaño los criterios preconizados hogaño, es más que probable que la humanidad se mantuviera aún en la Edad de Piedra.

Ahora bien, sobre la cuestión analizada planea uno de los mayores defectos actuales del debate social, consistente en que una vez que un valor es aceptado, asumido e interiorizado colectivamente, la simplicidad y el esquematismo que caracterizan los procesos de reflexión colectiva conducen a establecer una línea divisoria virtual que separa a la población en dos grupos: en uno se sitúa a aquellos que abrazan incondicional, ilimitada e irreflexivamente dicho valor; en el otro a los demás. De manera automática éstos últimos resultan, de acuerdo a la manida terminología al uso, políticamente incorrectos. Definitivamente en el debate ecológico -como en tantos otros debates- los malos tiempos de la lírica no dejan espacio para los matices.

Ignacio Ruiz-Jarabo Colomer. Ex presidente de la SEPI, presidente de PAP-Tecnos y consejero de Copisa.

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