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CincoSentidos

Beltrán Anacoreta

Beltrán es un hombre solitario con un triste pasado. Nunca fue aceptado por sus compañeros debido a su extraño aspecto. El ambiente en su casa era sumamente tenso. Su padre lo despreciaba y se interesaba exclusivamente por su hermana Violeta. Su madre, por el contrario, sólo tenía ojos para él. Beltrán abandonó el hogar en cuanto alcanzó la mayoría de edad. Todo esto nos lo narra la que, de momento, sólo es su amiga.

A su lado Beltrán la ignora aletargado en la hamaca. Suspira y bebe un sorbo de su café lavado y frío. No piensa en nada. Son suficientes la brisa que lo envuelve y el silencio que reina a su alrededor. A veces es mejor no pensar en nada, fingir que todo es… no perfecto, sino parecido. Y, sin embargo, algo lo apremia, lo urge, lo confunde, una sensación que trastoca su paz.

Durante muchos años, Beltrán anduvo por su vida como un extranjero en sí mismo, maltratándose por no ser lo que los demás querían que él fuese, siempre resignado a las miradas altivas y al desdén de los suyos.

Beltrán, sólo tuvo un amigo, el más querido y el mejor que jamás llegaría a tener.

Los patios de recreo siempre fueron un lugar de encuentro fácil para las almas afines, pero Beltrán nunca fue bien recibido entre los chicos de su edad. Ni su estatus inferior ni su falta de autoestima parecían encandilar a ninguno de ellos, bien al contrario, incentivaban los insultos y las mofas. Y Beltrán debería haberse volcado en sus estudios para compensar los rechazos, pero éstos no contribuyeron sino a desganarlo más, y no fue exigua tarea para su madre convertirlo en el único universitario de la familia, pero el tesón y la ayuda de alguna colleja ocasional lograron hacer bien a su hijo, aunque ella no lo vería llegar tan lejos.

Conoció a Abel en tercer año de Periodismo. Abel era un estudiante tenaz, de buena familia, el pelo largo y enmarañado, con ese aire desaliñado de librepensador algo bohemio, y la mejor persona que Beltrán había conocido en su vida. Desde el comienzo de aquella amistad, tan profundo fueron el respeto y la complicidad sin reservas lo que los unía; entre ellos sobraban las palabras, ambos se encontraban en pensamientos y se divertían divagando con sus sueños. Para Abel, su carrera sólo representaba un sacrificio para no contrariar a unos padres demasiado estrictos, que no habrían admitido el teatro como una opción en la vida de su pequeño, aunque éste demostrase un talento innato para este arte y ya les hubiese manifestado su deseo de dedicarse a ello tras su licenciatura.

Abel murió dos años después, nunca cumplió su sueño, y Beltrán sufrió su pérdida como si le hubiesen extirpado el corazón con las manos.

Con el tiempo, este episodio se convirtió en un aliado para hacerse más fuerte.

A pesar de la confianza que los unió, Beltrán era hombre de pocas palabras y no lograba compartir con facilidad sus sentimientos, y jamás le contó a su amigo los verdaderos motivos que lo llevaban a poner excusas a cada vez que éste manifestaba lo divertido que sería conocer a sus padres.

Sus padres se conocieron siendo su madre muy joven.

María era entonces una muchacha preciosa de 19 años, con una melena negra espesa y un rostro de rasgos delicados, una mujercita entregada a los cuidados de la casa en la que ella y su padre vivían. Ambos se prodigaban una adoración altruista que los hacía cuidar el uno del otro, a falta de otros que lo hicieran por ellos.

A pesar de ese amor abnegado, María soñaba desde muy pequeña que un buen día, cuando ya se hubiese portado lo suficientemente bien, vendría un joven encantador (estrictamente necesario que viniese subido en un corcel) que la llevaría en volandas hasta lugares que hasta entonces sólo había visto en los libros. María esperaba esas aventuras como un niño espera por Los Reyes Magos, y siguió esperando. Incluso después de haberse vuelto a casar su padre, María siguió esperando.

Y el caballero llegó un buen día. Nadie sabe si aquel personaje que se presentó en su puerta era realmente el caballero que ella llevaba tanto tiempo esperando o si en algún momento se había cansado y cualquier otro, por poco que no fuese repulsivo, hubiese igualmente servido a su ideal.

Claro que, de caballero a ganadero, unas pocas letras faltaban para llegar a ser lo mismo, y María se excusaba diciéndose que si las dos palabras terminaban en -ero, el destino le decía alto y claro que aquel era su caballero.

Y Camilo Anacoreta, que para sobrevivir iba a vender a su cochino más cebado, se encontró casado antes de haber podido regresar siquiera a sus tierras.

María supo que algo andaba mal en el momento en que pisó el suelo de aquella pequeña casa mugrienta. Aunque en un principio sintió cierta repulsión por su nuevo hogar, dedicó todo su tiempo al cuidado de la granja hasta convertirla en un lugar encantador.

El mayor deseo de los esposos no era otro que el de formar una gran familia, cuando después de mucho trabajar tuvieran los medios suficientes para permitírselo. A medida que pasaban los años, el deseo no concedido fue mermando el afecto hasta convertirlo en recelo y cada uno ahogó sus penas como pudo. Camilo se volvió más huraño de lo que ya había resultado ser, y María apagaba su aburrimiento, arrepentida de aquel matrimonio fracasado, en copas de aguardiente y puros habanos.

Una de sus rutinas era la compra de los jueves; para ello se desplazaba en un coche destartalado hasta la aldea más cercana. Uno de los jueves, día de la compra, en que todo prometía ser igualmente monótono que el anterior… y el anterior del anterior… y el anterior hasta llegar a 18 años antes, uno de los jueves, día de la compra, todo dio un giro para María. Mientras iba conduciendo, se percató de un jinete haciéndole señas para detenerla…

Y ella se detuvo, en busca de alguna migaja de emoción, y ayudó al hombre caído del caballo, y lo llevó al hospital, y luego lo llevó a su casa, y con el tiempo se hicieron amigos, y luego amantes, y María recuperó su ilusión y dejó los puros habanos a los tres meses de embarazo.

Su niño fue un niño muy particular, de piel blanquísima, ojos engurruñados, con una mata pelirroja en la cabecita, y con sus dos escasos kilos y medio, la semejanza a un recién nacido no era tan evidente, sino más próxima a un cachorro Cocker Spaniel.

A pesar de las miradas de repulsión que lanzaban a su hijo, para ella aquel bebé, al que llamó Beltrán, era el más bonito del mundo y lo cuidó como si le fuese la vida en ello.

No pasó lo mismo con su marido, de sobra enterado de los escarceos amorosos de su mujer. Desde el primer momento supo que aquel engendro no era suyo, y la única razón por la que le había puesto su apellido no había sido otra que la de acallar los rumores del pueblo que decían que él era un cornudo.

Así, Beltrán creció rodeado por el amor y los mimos de su madre alcohólica, y las continuas humillaciones de su padre.

Una noche de abril, cuando el niño no debía de tener más de nueve años, una violenta discusión estalló en la casa de la familia Anacoreta. Beltrán, con el cogote tapado por las mantas y el tembleque en el cuerpo, oía los cacharros volar contra las paredes de la cocina, los gritos, los insultos, los golpes…, en algún momento de la noche se había quedado dormido, con los sollozos pegados a la cara y el miedo en el cuerpo.

Beltrán sólo entendería aquel episodio pasados los años, aunque sin conocer jamás los motivos de la trifulca. Con sus nueve añitos sólo sabía que algo terrible había ocurrido entre ellos, pues su madre jamás le había vuelto a dirigir la palabra a su padre, y de aquel encuentro había nacido su hermana Violeta.

Para Violeta la vida no fue más fácil que para él, su madre renegaba de ella y su padre la mimaba con todo el amor que se podía esperar de un hombre como aquel. Y así, a falta de amor, los dos se quisieron y cuidaron juntos en todas las adversidades.

A la muerte de su madre, su padre no esperó demasiado tiempo para encontrar una sustituta que le calentara la cena y la cama, una mujer de carácter venenoso que los educaba a golpe de escoba.

En cuanto hubo cumplido la mayoría de edad, abandonó la casa paterna, donde no habría de volver nunca, ni por la muerte de su padre. En esta etapa de su vida, como un ser renovado, Beltrán se dedicó a su carrera en cuerpo y alma, que sacó adelante con becas y trabajitos mediocres, que apenas le daban para comer y malvivir. Cuando hubo terminado sus estudios, se trasladó a la capital, donde le ofrecieron un buen trabajo de reportero, y con sus medios, aunque poco le faltaba ya para cumplir la mayoría, reclamó la tutela de su hermana Violeta.

A caballo entre los viajes y el ajetreo de su vida, Beltrán fue haciendo sus pinitos como fotógrafo, y lo que empezó siendo una simple afición se convirtió en su modo de vida.

Sus trabajos adquirieron valor, hechos con un talento y una sensibilidad poco comunes.

Cuando se cansó de ver su nombre paseando por las galerías de medio mundo, y con su pequeña fortuna bien merecida, Beltrán se compró una casita en la costa, sin más vecino a su alrededor que el mar.

En cuanto a las mujeres, Beltrán nunca había sido ningún donjuán y, aunque con el tiempo su piel blanquita de recién nacido se había oscurecido y aunque de pequeño se hubiesen burlado de su pelo ahora más castaño que pelirrojo, y lo llamaran feo, con la edad se fue convirtiendo en uno de esos hombres que las mujeres aprecian como atractivo.

Beltrán y yo nos conocimos por casualidad, aunque yo ya admiraba con exaltación sus fotografías desde mucho tiempo atrás.

Fue en un curso de verano, yo asistía y él era el profesor. La fotografía siempre me ha apasionado y llevaba ya una década siendo mi sustento. Fue una historia simple, sin complicaciones; nos caímos bien y llevamos muchos años siendo amigos. Nunca hubo nada entre nosotros, por lo menos por su parte, porque hace ya años que yo me enamoré de él.

Hace cinco meses, tras mi divorcio, estuve un poco abatida y Beltrán me ofreció su consuelo y su casa, en donde vivo ahora con él. Los dos nos reímos, pasamos largas horas charlando y paseando cerca del mar. Son horas lentas, que transcurren con paz, momentos que afianzan mi amor.

Beltrán tardó mucho tiempo en contarme su pasado, una parte todavía debe de dolerle, porque a veces le veo absorto y triste, y yo me escurro y no dejo que él note que lo observo desde las sombras, aunque lo hago cada vez más a menudo.

Tan pendiente de cada uno de sus pasos que a veces pienso que me he convertido en una sombra. Ayer, cansada de vivir en lo incierto, le confesé lo que siento, y siento decir que lo siento, porque no temo tanto que sus sentimientos no sean los mismos que los míos, temo perderlo.

Ahora, tumbado en su hamaca, me ignora, inquieto desde que le confesé que lo amaba, me evita y apenas me mira.

-Creo que debería hacer las maletas-. Aunque sólo lo pensaba, lo he dicho en voz alta.

Beltrán no se inmuta, pero abre despacio los ojos.

Con un gesto me manda acercarme y me tiende su mano, me mete en la hamaca que se tambalea peligrosamente y nos quedamos acurrucados, en silencio.

¿Qué pasará? De alguna manera me encantaría acabar mi historia diciendo que pasaron los años y locamente enamorados nos casamos cerca de nuestra casita en la costa, que nuestra primera hija se llamó María, en honor a su abuela paterna, y que vivimos felices por siempre jamás. Prefiero ser realista.

Me conformo con la clase de amistad indeleble que compartimos.

Y como suele rezar mi madre, los caminos del amor, como los del señor, son inescrutables. Así que nunca se sabe, hoy me ha dejado compartir su hamaca, quizás mañana me deje compartir su vida.

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