_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Europa de nuevo

La última cumbre europea bajo presidencia alemana ha permitido, no sin importantes concesiones y cláusulas de excepción en el acuerdo final, acabar con la situación de bloqueo total en que había caído la Unión Europea después de los resultados negativos de los referendos de Francia y de Holanda, y en medio del relativo aunque inevitable marasmo que ha representado la ampliación de la Unión a 27 países en los primeros años de este siglo.

Estas condiciones negativas no han acabado sin embargo con el vigor y la capacidad de crecimiento de Europa. La consolidación de las instituciones de mercado y las reformas administrativas han propiciado tasas de crecimiento muy significativas en los países bálticos recientemente incorporados y en menor, pero todavía significativa medida, en los países de Europa Central y Oriental de la Unión, como Polonia, República Checa, Eslovaquia y Eslovenia, Rumanía o Bulgaria.

Por otro lado, algunos países periféricos como Finlandia, Suecia, España y particularmente Irlanda han registrado tasas de crecimiento en los últimos años en torno a su límite potencial y, cada uno en su estilo, han dado signos de una indudable confianza tanto de las empresas como de los consumidores sobre lo saneado de sus bases de expansión económica.

Sin embargo, los grandes países de la Unión Europea, con la excepción del Reino Unido que ha continuado aunque de manera algo más débil el periodo de expansión que se inició con la salida de la libra esterlina del sistema monetario europeo al principio de la década de los noventa, han mostrado una importante debilidad en materia de crecimiento económico que, bajo el impulso de Alemania, parece haber cambiado de signo desde hace algunos trimestres.

De modo un tanto paradójico los países fundadores de la Unión Europea (Benelux, Italia, Francia y Alemania), los responsables de haber puesto en marcha uno de los periodos de crecimiento más brillantes de una parte importante del Viejo Continente, se habían constituido en tiempos recientes en una rémora para el desarrollo económico y, de manera esperamos que transitoria en el caso de Holanda y Francia, también para el desarrollo político de la Unión Europea.

Lo cierto es que sin la presencia de este núcleo originario de la Unión Europea en el proceso de desarrollo político y económico de la misma es inimaginable el avance en ninguno de los dos campos.

Esto es precisamente lo que se venía constatando a lo largo de los últimos tres o cuatro años y a esto es a lo que probablemente se habrá puesto un punto final tras la cumbre del pasado fin de semana, celebrada, por fortuna, en un momento en el que la economía europea está ya creciendo a tasas que se aproximan a su potencial dentro de un contexto internacional que, como siempre, se enfrenta con problemas delicados que deben resolverse, pero que, en general, plantea un panorama claramente positivo desde el punto de vista del crecimiento global y de las limitadas amenazas que representan las actuales tasas de inflación frente a las que se han conocido en otras épocas; un mundo que crece a tasas próximas al 5%, con una difusión del crecimiento por casi todo el planeta y en un entorno estable del sistema financiero internacional desde principios del presente siglo.

En medio de los desafíos que representaba la ampliación de la Unión Europea, con todas sus incertidumbres geoestratégicas y políticas y con los que habían de generarse como consecuencia de la radical experiencia de una política monetaria única con la aparición del euro, algunos tuvieron la discutible idea de elaborar una Constitución europea. Esta exigencia pasaba por la generación de un demos constituyente, es decir la definición de la ciudadanía europea con sus derechos y obligaciones que diera la legitimidad democrática directa, no a través de su pertenencia a los diversos Estados que la componen, a la Unión Europea.

Pero ciertamente los sentimientos de Gobiernos y ciudadanos en los diversos países no están tan avanzados en esta fase como para producir un cambio político de tal trascendencia y quizá no lo vayan a estar nunca, sin que ello signifique que no puedan aceptar cesiones de soberanía nacional o puesta a disposición de la misma en fórmulas de cooperación supranacionales en el ámbito de la Unión Europea siempre que resulten en mejoras del bienestar general.

Sin embargo, la ampliación hacía inevitables algunos cambios institucionales en la Comisión y en el Consejo, así como la profundización en la coordinación de las áreas de política exterior y de defensa y seguridad, la disminución de las rigideces introducidas por el predominio excesivo de la regla de la unanimidad en la toma de decisiones y la recomposición del poder de voto de cada uno de los miembros, así como de los sistemas por los cuales se pueden aprobar las diversos decisiones con mayorías cualificadas.

Esto es básicamente lo acordado en la última cumbre.

Para algunos será poco dada su vocación federalista. Para los nacionalistas ingleses y de otros países algunos aspectos de lo aprobado sonarán como una eventual amenaza de los sacrosantos intereses de sus respectivas patrias.

Para la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos que conoce o intuye el largo y laborioso proceso de la integración europea lo acordado representará la única decisión realista que se ha tomado en Europa en los últimos 10 años.

Carlos Solchaga. Ex ministro de Economía

Archivado En

_
_