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Columna
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De Europa a África

El fenómeno de la inmigración masiva ha conseguido que Europa deje de vivir de espaldas a África, señala el autor. En su opinión, los problemas de este continente no se solucionan con dinero, sino con la implicación en el fortalecimiento de sus instituciones y con la apuesta decidida por la inversión empresarial extranjera

Hace años que se viene hablando de globalización, de la libre circulación de capitales y del poder de internet para poner fin a las fronteras. Es imposible negar que los cambios políticos y tecnológicos han producido una transformación de una dimensión que todavía es difícil de evaluar. Sin embargo, mirando al Sur se antoja poco realista pensar que el fenómeno es realmente mundial: habiéndose quedado fuera uno de los cinco continentes, no puede serlo.

Que 900 millones de personas, cerca del 15% de la población mundial, estén al margen de la sociedad del conocimiento y del buen momento que atraviesa la economía internacional es preocupante para todos. Que el continente en el que viven estas personas limite al norte con el Mediterráneo puede ser, si las cosas continúan así, un enorme problema para Europa.

Hasta hace unos años Europa vivía prácticamente de espaldas a África. Ni siquiera en la época del colonialismo había habido tanta indiferencia hacia ella. Esta actitud ha sido un grave error, ya que nunca una potencia que desease liderar la economía del planeta ha descuidado lo que sucedía en sus países vecinos.

La irrupción de la inmigración en la vida del Viejo Continente está empezando a cambiar esta situación. El problema es que el interés está surgiendo a través de un flujo inverso al que convendría: es África la que llega a la UE, de forma desesperada, en busca de un futuro mejor. Mientras, los movimientos económicos, políticos y culturales de Europa a África son una excepción.

Si no se cambia la orientación de esta relación el problema de la inmigración irregular será imposible de eliminar. No habrá fronteras capaces de detenerla. Y aun en el hipotético caso de que pudiesen erigirse, el mercado europeo se vería notablemente perjudicado ya que, mientras el eje Asia-América es cada vez más fuerte, las conexiones comerciales de Europa con el Sur serían anecdóticas.

Es un problema fundamentalmente político. En primer lugar, porque hay un compromiso insuficiente, que se hace evidente en la estrategia diplomática, en los escasos avances que se han producido en el Proceso de Barcelona desde 1995 y en el papel que juega en estos momentos el Banco Europeo de Desarrollo en la construcción de infraestructuras.

Este hecho no ha impedido destinar un importante presupuesto a la zona, de forma que en estos momentos Europa destina al África subsahariana recursos financieros que equivalen al 25% del total de la ayuda al desarrollo mundial. Pero estos fondos apenas contribuyen al crecimiento de estos países porque sus principales problemas no se solucionan con dinero, sino con una implicación política mucho más elevada. Mientras Europa no se involucre más en el fortalecimiento de las instituciones africanas y en la persecución de todos los que violan las leyes, será difícil avanzar en la dirección correcta.

Y, en segundo término, porque la orientación seguida es francamente mejorable. Ningún país del mundo ha sido capaz de salir de una situación de pobreza generalizada con ayudas a fondo perdido o con el trabajo de las ONG. Sólo cuando la inversión empresarial entra con decisión en estos países, tal y como está sucediendo en Latinoamérica o en el este europeo, se logran cambios significativos. En muchos de estos casos el establecimiento de compañías extranjeras socialmente responsables puede ser de gran ayuda para la creación de un marco jurídico que aún no existe o que es débil.

Por ello, sería de gran ayuda que la Unión Europea acordase la creación de una política específica común de fomento de la inversión en África, que incluyese medidas fiscales que se han mostrado muy efectivas -como deducciones por reinversión de beneficios o por trabajadores desplazados-, planes de formación de trabajadores en esos países o el apoyo al desarrollo de un sistema financiero que llegue a los núcleos urbanos.

En resumen, se necesita una política diferente, que a través de un compromiso muy superior y de una política económica europea mejor orientada, más ambiciosa y coordinada permita cambiar los flujos a través de los cuales se relacionan económicamente los dos continentes. El éxito de esta estrategia no sólo permitiría salir de la pobreza a más de 900 millones de personas y evitaría el problema de la inmigración ilegal, sino que ayudaría también a incrementar en un número similar los potenciales clientes del mercado europeo.

Fernando Casado. Director del Instituto de la Empresa Familiar y catedrático de Economía de la Empresa

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