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Tribuna
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La corporativización de las relaciones laborales

La reciente anulación, por parte del Tribunal Supremo, de los acuerdos individuales de fijación de horarios laborales distintos de los del convenio colectivo, suscritos por una entidad financiera con algunos de sus trabajadores, tiene una importancia trascendental para nuestras relaciones laborales. Y la tiene porque, junto a poner de manifiesto algunas cuestiones pendientes (el carácter normativo del convenio colectivo; el papel del Tribunal Constitucional), supone un paso más en el proceso de colectivización de nuestras relaciones laborales, que las va haciendo cada vez más corporativas y más alejadas de los principios inspiradores de una economía de mercado y de un sistema de libertades individuales.

El caso podría parecer anecdótico: razones productivas objetivas y plausibles, el lanzamiento de un nuevo plan comercial que exige atención a los posibles clientes en horarios distintos de los que rigen con carácter general para el sector, llevó a la empresa a plantear una negociación al respecto con los sindicatos. El retraso, o la falta de resultados de la misma, provocó la oferta individualizada a los trabajadores que podrían prestar esos servicios. Oferta que llevaba aparejados beneficios, en términos económicos y de tiempo de trabajo, que fue aceptada por una serie de trabajadores.

El recurso de un sindicato contra esa actuación dio lugar a sendas sentencias, del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y del Tribunal Supremo, que rechazaron las pretensiones sindicales. Sin embargo, el Tribunal Constitucional concedió el amparo solicitado, anuló ambas sentencias, al considerar vulnerado el derecho a la negociación colectiva y por tanto el derecho de libertad sindical, y determinó que se dictasen nuevas sentencias que, acogiendo la doctrina de este tribunal, terminan por dar la razón al sindicato recurrente, considerando que los pactos individuales vulneraron su derecho a la negociación colectiva.

La colectivización que resulta de ello es innegable: no hay espacio, aunque retóricamente se diga, como dice el Tribunal Constitucional, lo contrario, para la autonomía individual. En las relaciones de trabajo, el contratante individual desaparece y no cabe un acuerdo de voluntades que, sin destruir el marco general pactado en el convenio, fije condiciones específicas en beneficio de ambas partes. El trabajador es un objeto que ha de recibir la protección sindical, no es un sujeto que pueda pactar en un determinado momento condiciones laborales específicas, ni siquiera, como dice el Constitucional, aunque éstas sean más beneficiosas que las del convenio. Es el origen individual lo que se estigmatiza. Sólo la colectivamente acordada es verdadera protección para los trabajadores.

En el fondo de estos planteamientos subyace la concepción corporativa del convenio colectivo que le atribuye naturaleza normativa. En las condiciones económicas actuales y en unas relaciones laborales democráticas, seguir con la antigualla corporativa del valor normativo del convenio es una fuente de inflexibilidad y de dificultades de gestión empresarial que explica muchos de los males de nuestras relaciones laborales y que alimenta los intentos de huida de las relaciones indefinidas y la creciente externalización de actividades productivas.

Se confunde la fuerza vinculante del convenio, como contrato colectivo que es, sobre los contratos individuales, con la anulación de la libertad contractual individual. Y se confunde la prohibición de modificar lo pactado colectivamente a través de acuerdos individuales, con la fijación, en el seno del convenio, de condiciones individuales distintas, que no afectan a su vigencia global. Dejando ahora las sutilezas jurídicas, sostener que se vulnera el derecho a la negociación colectiva de un sindicato porque 18 trabajadores, en una plantilla de más de 2.000, suscriban un acuerdo individual de horarios no deja de ser algo que choca con el sentido común.

Por otra parte, se pone de manifiesto también la necesidad de revisar las funciones y las competencias del Tribunal Constitucional. De manera creciente, y con una interpretación extensiva del amparo constitucional (el derecho a la negociación colectiva no lo tiene, y no deja de ser una pirueta interpretativa considerar que si se vulnera ese derecho se está vulnerando también el de libertad sindical, que sí puede ser protegido en amparo), el tribunal viene asumiendo un papel de interpretación y aplicación de la legislación ordinaria que no le corresponde. Y lo hace desde una cierta torre de marfil académica, alejada de los problemas reales del mundo de la empresa y de las relaciones laborales, sentando una doctrina propia, basada en los principios constitucionales, en la que la letra de la ley no deja de ser un dato interpretativo más.

La desconfianza en la adhesión constitucional de los jueces pudo justificar, en la transición, una configuración del recurso de amparo como la que se realizó. Hoy eso ha dejado de tener sentido, si alguna vez lo tuvo. Son los jueces y tribunales ordinarios los que han de aplicar los preceptos constitucionales y los que han de garantizar la tutela de los mismos.

Puede crearse una sala de amparo constitucional en el Tribunal Supremo y un procedimiento específico, pero el Constitucional debe limitarse a juzgar la constitucionalidad de las leyes y a resolver los conflictos de competencia. Lo que nos evitaría situaciones como la recientemente vivida, cuando la urgencia, cuya concurrencia o no justifica el recurso al decreto ley, es apreciada por el Tribunal Constitucional cinco años después de su aprobación (y sin efecto práctico alguno).

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

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