Bofetada de realismo en Bolsa
La Bolsa ha lanzado esta semana un serio mensaje de advertencia: una caída del 4,49% que ha sido interpretada por muchos como el estallido de la burbuja inmobiliaria, sin pararse a hacer demasiadas distinciones entre la economía real y la financiera. Es verdad que los vasos comunicantes entre ambas son evidentes, que los mercados nunca hablan en balde y que sus veredictos deben ser tenidos en cuenta. Pero conviene recordar que al igual que antes del desplome de Astroc los inversores parecían haber optado por no discriminar los riesgos, el castigo propinado estos días está afectando a constructoras y bancos, en muchos casos, de manera injustificada, si lo que cabe esperar de los mercados es que valoren la capacidad de crecimiento y generación de beneficios de las compañías cotizadas.
Que el ciclo inmobiliario se iría desinflando era un argumento que ni el más recalcitrante de los optimistas del sector se hubiera atrevido a contradecir hace uno o dos años. La evolución de los precios de la vivienda y otros indicadores del sector, como la contratación de hipotecas, así lo vienen constatando desde hace meses. Pero pese a las evidencias de esta desaceleración, la Bolsa parecía hasta ahora mirar para otro lado, mientras los nuevos reyes del ladrillo aprovechaban el descuido para subirse como la espuma a la ola de ganancias.
Que el argumento del fin del ciclo inmobiliario no es nuevo lo corrobora el hecho de que bancos y constructoras llevan años adaptando sus estrategias al previsible cambio de escenario y buscando nuevas vías de ingresos para salir ilesos del aterrizaje. Las constructoras, diversificando su negocio e invirtiendo fuera; los bancos, disminuyendo su exposición al negocio hipotecario y engrasando la inversión dirigida hacia las empresas. Sorprende, por tanto, que la ola de complacencia se transforme en tan poco tiempo en una marea de pesimismo y que cunda tanta desconfianza respecto a las posibilidades de supervivencia de la economía española, la única que se mostró vigorosa cuando Europa daba signos de desfallecimiento.
Es lógico pensar que el escenario se torna incómodo y que resulta urgente un cambio de composición en el cuadro macroeconómico. Normal que exista cierto temor a que la falta de empuje del ladrillo impacte de alguna manera en el conjunto del PIB, después de catorce años sin freno. La transformación no es fácil porque las condiciones no son tan favorables como las que obraron el llamado milagro español, empezando por el encarecimiento de la financiación.
Pero la bofetada de realismo debe servir para olvidarse de triunfalismos, para aportar soluciones y reducir los desequilibrios generados precisamente a cuenta de ese milagro inmobiliario, no para caer en el desánimo y obviar los logros de la economía española y de sus empresas. La purga de excesos será, por tanto, positiva si sirve para que los mercados crezcan sobre bases más sólidas y realistas y discriminen mejor entre las compañías que se han preparado para afrontar con éxito los próximos retos y las que no lo han hecho. Servirá también para que la economía encuentre su modelo sostenible de crecimiento. El optimismo no era una excusa. El pesimismo tampoco debería serlo.