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Columna
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Una época especial

A finales del pasado siglo, en la segunda mitad de la década de los noventa, cuando la economía norteamericana crecía rápidamente al calor del desarrollo de la llamada con bastante poco fundamento nueva economía hubo una, no sé si llamarle escuela del pensamiento o si se trataba simplemente de voluntarios aficionados al área de la previsión económica que llegó a la conclusión de que en la economía actual, el ciclo económico, las fluctuaciones a las que a lo largo de la historia de desarrollo económico desde la revolución industrial se ha visto sometida la actividad económica ya no tendrían lugar en el futuro. En la librería de mi despacho todavía figura un libro titulado Dow 100.000: Fact or Fiction, publicado en 1999 en Estados Unidos, cuya tesis es que en la nueva situación, si se mantuviera la política adecuada, sería perfectamente posible que el índice Dow Jones alcanzara el nivel de 100.000 para el año 2020. Los mercados al alza no morían por sí mismos, mantenía su autor. Las alzas bursátiles las matan siempre los errores en política económica.

Quizá el autor, Charles W. Kadlec, hora es ya de citarlo, hombre práctico como director general de una firma de inversiones, J&W Seligman & Co., y persona respetada que publica sus opiniones en Business Week y The Wall Street Journal se dejó engatusar en su visión de la accesibilidad de tales niveles del índice Dow Jones por la magnífica ejecutoria del mercado de capitales norteamericano en aquellos años y la euforia que producían las extraordinarias posibilidades que abría la nueva economía.

En todo caso, se equivocó doblemente: erró en cuanto a su creencia de que la prosperidad se había instalado seguramente para siempre en la economía norteamericana y se equivocó al considerar que la única amenaza que pendía sobre la prosperidad eran los errores de política económica.

Los Gobiernos conocen el peligro de la inflación de precios de los activos, pero aún no saben cómo luchar contra la 'irracional exuberancia de los mercados'

La verdad es que el mercado alcista terminó su recorrido pocos meses después de que el libro de Kadlec fuera publicado y no lo hizo como consecuencia de ningún error particularmente grave en materia de política económica, sino a causa de los excesos eufóricos de los mercados que habían elevado los PER de la mayor parte de las acciones cotizadas por encima de cualquier nivel razonable y, en el caso de algunos valores de la llamada nueva economía, habían hecho sencillamente irrelevante la relación entre el precio de la acción y los rendimientos esperados de los que no se conocía nada más que lo que los autores de los diferentes business plans transmitían a unos mercados enloquecidos por apostar hasta el último dólar.

De hecho la política monetaria que reaccionó con una baja sin precedente en los tipos de interés o la política fiscal que relajó, en exceso por otro lado, sus condiciones restrictivas contribuyeron seriamente a poner un límite a la caída de la Bolsa neoyorquina.

Hoy estamos de nuevo tentados de creer que vivimos una época especial después de los últimos cinco o seis años de subidas bursátiles, un más que satisfactorio crecimiento de la economía mundial y bajos riesgos de inflación durante el transcurso de los mismos. Y no faltan aspectos positivos en la actual situación que permiten albergar la creencia de que no corremos el riesgo de que se produzca un repentino cese en el proceso de crecimiento con una abrupta caída de la economía mundial y de los mercados de capitales.

Hoy vemos que la inflación, como ya hemos dicho, no presenta graves riesgos a pesar de los precios relativamente altos de los productos energéticos y de muchas materias primas y alimentos. Los países están mucho mejor provistos de liquidez internacional (apenas hay países deudores en el Fondo Monetario Internacional), sus ratios de endeudamiento, en general, son muchísimo más bajos que en el año 2000, pongamos por caso, y la mera existencia de un sistema generalizado de tipos de cambio flexibles proporciona una mayor protección a los distintos países ante la eventual propagación de una crisis internacional blindando adecuadamente la marcha de sus economías.

Sin embargo, al mismo tiempo, algunas cosas están peor que en aquella época. Principalmente el déficit de la balanza de pagos norteamericana por cuenta corriente y la confianza en el dólar y, en menor medida, el saldo deficitario de las cuentas del sector público estadounidense. Junto a estos factores no faltarán quienes añadan la incertidumbre sobre el futuro crecimiento de China, dadas las limitaciones de su modelo político o los efectos que sobre los mercados de energía pueden tener fenómenos globales como el posible calentamiento de la tierra, aunque ambos casos parecen ser más relevantes en una perspectiva a medio y largo plazo que en la determinación del punto de inflexión en el actual ciclo económico.

Aunque comparto el optimismo de aquellos que creen que la capacidad de los Gobiernos y de los bancos centrales para hacer una política anticíclica ha venido mejorando ostensiblemente, no llego al punto de creer que podrían prever y evitar con anticipación las recesiones económicas cuando las crisis financieras acompañadas por un aumento irracional de aversión al riesgo, fruto de la pérdida de confianza, vacíe de demanda los diversos mercados.

Lo que sí creo, sin embargo es que hoy las cosas son, en algún sentido, más complicadas que en el pasado. Con una política monetaria exitosa planteándose unos objetivos de inflación ambiciosos pero alcanzables -y de hecho, en general, hoy alcanzados en casi todos los países del mundo- es más difícil que Gobiernos o autoridades monetarias produzcan por sí solos errores de bulto que pongan en marcha recesiones más o menos graves.

A cambio, los riesgos están en los mercados y no tanto en los de bienes y servicios, cada vez más abiertos a la competencia, como en los activos donde una gigantesca oferta a nivel mundial de fondos prestables, en un contexto también mundial de bajos tipos de interés reales, hace que la tentación de subvalorar la importancia real de la sostenibilidad de los PER se imponga con mucha facilidad.

Los Gobiernos son conscientes del peligro de esta inflación de precios de los activos, pero todavía no conocen cómo luchar contra la irracional exuberancia de los mercados. Por fortuna, aunque sea tan sólo un consuelo, han perdido los prejuicios para socorrer los mercados cuando las oleadas de desconfianza ponen en serio peligro la economía a través de un ajuste excesivo. Pero, esto, ya lo sabemos, no es suficiente.

Carlos Solchaga. Ex ministro de Economía

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