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Columna
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El dinero no da la felicidad

A muchos les puede chocar que personajes públicos que cobran salarios altos o que disponen de ingresos elevados por su patrimonio manifiesten dificultades en 'llegar a final de mes'. Sin embargo, las aportaciones de la denominada economía de la felicidad contribuyen a explicar estos hechos. Uno de sus resultados apunta a que el aumento de la renta de los individuos les permite disfrutar de mayores bienes y de bienes más caros, lo que les produce un aumento en su satisfacción y felicidad, pero estos logros son temporales porque según aumenta su estatus esos bienes se convierten en necesidades, su posesión no reporta felicidad y su ausencia se toma como una privación.

Los estudios sobre la economía de la felicidad son relativamente recientes pero están extendiéndose rápidamente, especialmente desde que el psicólogo Daniel Kahneman obtuvo el Premio Nobel de Economía en 2002 por sus aportaciones a la teoría de la prospección según la cual los individuos toman decisiones evaluando pérdidas y ganancias.

La economía de la felicidad pretende explicar los factores que explican el bienestar o la satisfacción de las personas, sinónimos de felicidad. Pueden ser la renta, el empleo, la situación matrimonial, la salud, la sociedad en que se vive... Los estudios existentes pueden tener derivaciones hacia la psicología o hacia la economía de desarrollo. Aún hay mucho camino que recorrer, desde los puntos de vista teórico y empírico, lo que presenta diversas dificultades al tener que basarse en estudios de percepción subjetiva. Las implicaciones pueden ser muy importantes desde una óptica de política económica dado que se matiza el valor de la renta per cápita como objetivo a conseguir en última instancia.

El interés por la felicidad es antiguo entre los economistas ya que los utilitaristas, como Jeremy Bentham, señalaban que las acciones merecían la pena si maximizaban la utilidad, que definían como felicidad, en términos cualitativos. El avance hacia una formulación teórica con necesidades de comprobaciones empíricas contribuyó a que la economía se centrase en las preferencias reveladas en acciones como el consumo, el ahorro, el trabajo, etcétera, bajo el supuesto de que los individuos maximizan su utilidad con decisiones racionales. Sin embargo, este supuesto se ha ido poniendo en duda y se ha ido aceptando que los individuos tienen información limitada, lo que condiciona su racionalidad y pueden tomar decisiones de forma aproximativa. En este punto la economía se ha acercado a la psicología y han empezado a tomarse en mayor consideración los estudios de la economía del comportamiento, que el premio Nobel Kahneman ha avalado. En la actualidad prestigiosos economistas han hecho aportaciones a la economía de la felicidad, como pueden ser Richard Layard, Carol Graham, Alberto Alessina, Gary Becker, Tibor Scitovsky, etcétera.

Como se ha dicho, la influencia de la renta sobre la felicidad no es lineal ni directa. Y esto se cumple tanto a nivel macro como microeconómico. Diversos estudios encuentran que en el caso de países subdesarrollados hay una relación positiva entre nivel de renta y bienestar, pero no la hay en países de renta per cápita superior a 20.000 dólares anuales. Así, en países como Estados Unidos, Japón o Reino Unido el nivel de felicidad no ha variado desde los años cincuenta. A nivel del individuo, el economista Richard Easterling señaló que los niveles de renta absolutos importan pero hasta un cierto punto, a partir del cual importan más las diferencias de renta relativas. Es decir, comprarse un coche de gran cilindrada no proporciona satisfacción si todos los vecinos o los compañeros lo tienen. Esto conlleva a que incrementar las posibilidades económicas de todos no mejora la felicidad. Es decir, el cambio de los patrones de referencia nos dejaría en la misma posición relativa. Esta importancia en la posición relativa y en los grupos de referencia es lo que explica que lo que inicialmente se podrían considerar lujos pasen a convertirse en necesidades.

La política económica puede tener que replantearse la formulación de objetivos en términos simples de crecimiento económico o distribución de la renta y concretar actuaciones sobre factores como la salud, la estabilidad laboral e incluso los valores y la ideología. Precisamente una de las consecuencias es que la percepción de la felicidad refleja un gran individualismo y quizá sean convenientes políticas que hagan más visible la aportación del bienestar común a la felicidad individual.

Nieves García-Santos. Economista

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