Carpe diem ('on the rocks')
Mi amigo Carlos, cinéfilo furibundo, cuando está en trance de reflexión, dice que en general vivimos demasiado deprisa, pero que no es sólo eso: además, lo queremos hacer todo muy rápidamente, estrujando el instante, aprovechando el momento sin pensar demasiado en lo que queda atrás o, sobre todo, en el porvenir ignoto. Y eso de vivir a tope, característica genuina de los jóvenes que ahora se extiende como mancha de aceite entre las generaciones maduras, es probablemente así porque -como escribe el poeta Fernando Adam- 'irse tiene sus fronteras: en un lado lo que dejas; en el otro, lo que esperas'. La vida es tan complicada que -decimos- más vale disfrutar ahora mismo de lo que tengo, y cuanto antes, sin comerme el coco con lo que debería hacer viendo las cosas con otra perspectiva. Estamos perdiendo el sosiego y la necesaria reflexión, y -paradójicamente- sólo nos damos cuenta de ese abandono cuando en algún momento de lucidez percibimos el disloque acelerado de esta vida que nos ha tocado disfrutar (?).
Hay semejanzas en la frenética vida actual de la empresa y de sus ejecutivos con el far west. Por ejemplo, aquellos rudos vaqueros que, en un ambiente inhóspito, se batían el cobre cada día y bebían whisky solo, sin agua ni hielo, de un trago, en plan 'aquí te pillo aquí te mato'. Comportarse de esa forma, sobre todo en presencia de otros, era ejemplo de hombría, como lo era manejar el revólver con soltura y rapidez. Se jugaban la vida en el empeño, claro.
Eran otros tiempos, y sus protagonistas, aunque lo intuyeran, no se querían dar cuenta de que los conflictos se resuelven siempre con el diálogo, la mediación o en los tribunales (ahora, en muchos casos, tampoco), y que cuando uno descubre que al whisky se le puede añadir hielo y agua, el famoso on the rocks, puede disfrutar de un trago largo con amigos y hasta con enemigos, compartiendo y dialogando con empatía, una hermosa cualidad que nos permite, con generosidad, ponernos en el lugar del otro; una fórmula ideal para solucionar conflictos de toda índole. En estos tiempos de rankings y de top ten, muchos quieren ser siempre los más altos, los más guapos y los que tienen los ojos más azules; y volvemos al wkisky seco y de un solo trago, más como síntoma de falsa afirmación frente a los otros que como placer. Parece que lo importante es ser el primero (que no el mejor) a toda costa. Sólo algunos paladares muy acostumbrados resisten a pelo copas de 40 o 50 grados de alcohol/presunción, que sólo ayudan a destrozar el estómago y nublar la mente. Pero, a lo mejor, los que así actúan lo hacen porque, aun sabiendo lo que ocurre, no aciertan con lo que les pasa, y no atisban ni se les alcanza cómo meter mano y resolver los problemas que se nos plantean a los humanos, también en el mundo de la empresa, de la gran corporación, una institución llamada a jugar (si no lo está haciendo ya) un rol diferente en el inmediato futuro y en el desarrollo de la economía mundial.
Hoy no se concibe el éxito empresarial de manera sostenible sin una dimensión ética importante
Schelling, que atribuye a la existencia humana una tristeza fundamental e inevitable, escribió que 'sólo en la personalidad está la vida; y toda personalidad se apoya en un fundamento oscuro que, no obstante, debe ser también el fundamento del conocimiento'.
Al hilo de lo anterior, desde el conocimiento y la reflexión sincera, convendría recordar -lejos de prisas y de parches- que siempre debe gobernarse (también las empresas) en el sentido del porvenir, que es el sentido esencial de la historia. Hoy, en época de exaltación de los derechos, cuando se habla de sostenibilidad se está pensando, sobre todo, en las obligaciones y deberes de futuro, algo que olvidamos con frecuencia. Alguna responsabilidad cabe a las empresas, y a sus dirigentes, para hacer posible y contribuir a un mundo más justo, más humano y solidario.
No deberíamos confundirnos. La respuesta siempre debe ser estratégica; es decir, global e inteligente. La empresa es una institución de servicio público (también lo es la Administración y deben serlo los servicios que presta, aunque a veces no se nota), y su gestión a cualquier nivel debe inspirarse en un sentido de servicio permanente a la Sociedad, como reconocimiento de la función y de la responsabilidad que a las propias empresas les corresponde en el desarrollo social y en su inexcusable contribución al progreso.
En el liberalismo clásico la ética constituía una barrera para la eficacia económica. Hoy no se concibe el éxito empresarial de manera sostenible sin una dimensión ética importante. Claro que esto no es nuevo: hace más de 2000 años, Cicerón predicaba que el conocimiento de las cuatro virtudes cardinales -prudencia, justicia, fortaleza y templanza- debe llevar implícito un conjunto de compromisos personales y sociales: honestidad, como parte de la conducta vital; la solidaridad, como exigencia y obligación si pertenecemos a una comunidad social, y por último la participación activa y militante en la vida de la polis.
En estos tiempos, eso se llama compromiso social activo que -además de beneficios, empleo, competitividad e innovación- es lo que hoy se demanda a las empresas. Desde hace 20 siglos -se dice pronto- estamos hablando, aunque no lo parezca/interese ni queramos reconocerlo, de empresas ciudadanas y, por nuestro propio beneficio, habría que ponerse inmediatamente a la tarea.
Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre