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Columna
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Celebraciones

Hace un mes aproximadamente las autoridades locales de Maastricht me invitaron, junto con el resto de los firmantes del Tratado que lleva el nombre de la histórica ciudad, a celebrar el decimoquinto aniversario de la firma del acuerdo. Aunque quise acudir pensando que el otro firmante por el Reino de España, Francisco Fernández Ordóñez, había fallecido no mucho después de aquella firma, otras obligaciones me impidieron finalmente encontrarme con antiguos colegas que junto con nosotros dos y una magnífica representación de funcionarios de la Administración española y de la de los otros países habían contribuido a la consecución del Tratado que será recordado sobre todo por haber dado lugar a la gestación y posterior nacimiento de la Unión Monetaria Europea.

En estos días, con más pena que gloria, asistimos igualmente a la celebración del quincuagésimo aniversario del Tratado de Roma firmado en 1957. Maurice Faure, el único superviviente de entre los firmantes, sigue siendo un europeísta convencido que conoce bien el valor de lo que han venido representando las Comunidades Europeas, primero, y la Unión Europea, luego, y sabe igualmente las oportunidades que se han perdido por falta de fe en el proyecto europeo en unas ocasiones o por anteponer intereses corporativos y electorales de carácter nacional a la consecución del mismo en otras.

Pensando en todo esto, y en particular en lo que para España ha representado el acceso a la Unión Europea hace ya algo más de dos décadas, no puede uno dejar de asombrarse por el acierto histórico que para nuestro país ha significado la opción elegida, y reconocer que han merecido la pena los esfuerzos de adaptación y ajuste en lo económico y en lo institucional que ha exigido su desarrollo y aplicación. Nunca como ahora se ha situado España de manera claramente homologada entre los países más avanzados en lo económico, en lo social y en lo cultural, generando, al hacerlo, una historia de éxito que ha permitido a muchos españoles reconciliarse con el juicio histórico que les merecía España tras los continuos fracasos después de la Revolución Francesa y de la Revolución Industrial en generar un crecimiento económico sostenido en una sociedad moderna y abierta con unas instituciones democráticas.

Algunos extranjeros piensan que este cambio seguramente irreversible en muchos aspectos en la historia de España ha sido debido exclusivamente a las ventajas derivadas de nuestro acceso a la UE. Tal afirmación es falsa. Con o sin la UE nosotros hicimos una transición política desde una dictadura lamentable, cruel e ignorante hasta una democracia abierta, tolerante, que apoyaba la razón y la inteligencia; nosotros afrontamos la salida de la crisis industrial más grave que había vivido España en los dos últimos siglos con la reconversión y las reformas estructurales necesarias, nosotros nos dimos una Constitución y unas reglas del juego que implicaban la transacción y la búsqueda, por encima de todo, de espacios políticos comunes donde la inmensa mayoría pudiéramos convivir con nuestras ideologías propias y nuestras visiones del mundo.

Sin embargo, tampoco cabe menospreciar el papel que representó nuestra preparación para el acceso a la UE y, después, la adaptación de nuestras normas e instituciones a las prevalecientes en Europa en el desarrollo y transformación modernizadora de España. Algunas de las reformas estructurales que se llevaron a cabo en la década de los ochenta y en los primeros noventa difícilmente hubieran tenido lugar con la profundidad y la presteza con que se produjeron de no tener la motivación de la adaptación a las decisiones y normativas europeas. Nuestra propia apertura al exterior en materia comercial, financiera y de servicios hubiera seguido un camino mucho más lento y tortuoso de no haberse llevado a cabo en el contexto de nuestra integración en Europa.

Por otro lado, es erróneo pensar, como a veces he oído a algún estadista latinoamericano buen amigo de nuestro país, que la principal palanca de modernización de España y el más significativo motor de la dinámica de convergencia del PIB per cápita español con el europeo hayan sido las ayudas agrícolas o los fondos estructurales de los que nos hemos venido beneficiando. Han sido sin duda importantes, suponiendo alrededor del 1% de nuestro PIB año tras año. Pero esta transferencia no nos habría sacado de nuestra situación de retraso relativo si no hubiéramos hecho serios esfuerzos por adaptar nuestras actitudes y nuestras políticas económicas a la consecución de un desarrollo sostenible, basado en transformaciones estructurales y en la modernizaron de los mercados, sin olvidar las políticas sociales de solidaridad o las regionales de cohesión.

Dicho todo esto, que no es sino tratar de poner en lo que creo que es la perspectiva correcta las diversas aportaciones que unos y otros factores han tenido en la moderna transformación de nuestro país, deberíamos hacer el esfuerzo de entender en su justa medida lo que representa para nosotros el éxito de la UE, como tal, y la desgracia que caería sobre nosotros ensombreciendo nuestro futuro si la UE entrara en una crisis que pusiera en duda su supervivencia o sólo pudiera asegurar ésta debilitando tanto los lazos de integración y los compromisos mutuos que le hicieron irreconocible como proyecto histórico supranacional.

Supongamos, por poner un simple ejemplo, que por las razones que fueran Francia y Alemania decidieran abandonar la Unión Monetaria Europea y restaurar sus viejas monedas nacionales, el franco y el marco. Es previsible que en ausencia de los dos grandes países la Unión Monetaria entraría en crisis; el Banco Central Europeo, sin Francia ni Alemania, carecería de entidad suficiente y el sistema de bancos centrales no podría seguir funcionando. Todo ello al margen de la especulación negativa sobre el futuro de un euro sin las monedas de los dos grandes países.

¿Qué pasaría en España? La reaparición de la peseta y del riesgo de cambio propio en una situación de crisis europea (y también internacional, al estar en nuevo riesgo todas las posiciones en euros de todas las operadores mundiales) implicaría una subida de nuestros tipos de interés y, en un país altamente endeudado como es España (a través, sobre todo, del funcionamiento del sistema financiero europeo integrado), una elevación del coste del endeudamiento de las economías domésticas y de las empresas privadas que pondría a todo el sistema al borde de la quiebra.

Por supuesto, el déficit de nuestra balanza de pagos por cuenta corriente, que hoy se financia sin problemas a un coste financiero extremadamente razonable (bajísimos tipos de interés real), en las nuevas circunstancias no podría ser financiado y la peseta se hundiría irreversiblemente haciendo todavía más dramática la crisis de pagos de la deuda de los privados y arrastrando en su camino al sistema bancario español. El panorama es tan aterrador que sólo imaginárselo le pone a uno el vello de punta.

Quizá alguno piensa que este escenario sería particularmente escalofriante para España por la situación de endeudamiento de su economía y por los enormes beneficios que hasta ahora ha derivado en forma de disminución de los tipos de interés y de debilitamiento de la restricción que representa la evolución del saldo de la balanza de pagos por cuenta corriente sobre el crecimiento de la economía. Pero eso sería una visión parcial. En primer lugar, porque, las deudas que España no podría pagar (sus economías domésticas, sus empresas o sus intermediarios financieros) son los activos que no habrían de cobrar los países de la Unión Monetaria Europea, cuyos ciudadanos e instituciones bancarias han venido prestando sus capitales a España en la última década. Y en segundo lugar, porque las ventajas de que ha gozado España para crecer más rápidamente que otros países de la Unión Monetaria están abiertas a todos en la medida en que en un momento u otro crezcan más rápido y tengan mejores oportunidades de inversión que los demás. Por otro lado, en el mundo global en el que nos encontramos es difícil que la vuelta a las monedas nacionales fuera ventajosa para cualquiera de los países de la UME y es imposible que lo fuera para todos ellos o incluso para la mayoría.

En fin, que ante la hipótesis de la no Europa, del fracaso del proyecto de integración europeo uno no puede por menos de reconocer cuánto nos va a todos en que Europa venza sus actuales dificultades y refuerce más pronto que tarde su proceso de integración, aquel que empezó formalmente hace ahora 50 años.

Carlos Solchaga. Ex ministro de Economía

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