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Columna
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El éxito de Irlanda

Carlos Sebastián

El análisis de las experiencias exitosas de crecimiento resulta siempre interesante, aunque todos y cada una de esas experiencias tienen importantes elementos idiosincrásicos que las hacen difícilmente exportables. Y en los últimos 20 años no hay ninguna economía europea, ni de la OCDE, tan exitosa como la irlandesa.

La afirmación de que el éxito irlandés se debe fundamentalmente a la entrada masiva de inversiones directas americanas es una simplificación excesiva, pese a la importancia de este fenómeno (de hecho la inversión directa fue relativamente importante desde principios de los sesenta). Tras la apertura de la economía en 1958, que constituye el primer paso para superar la condición de sociedad rural aislada, el punto de inflexión que conduce a un crecimiento extraordinario se produce en 1986, cuando en respuesta al relativo estancamiento y a una crisis de expectativas se instrumentó un cambio institucional en el que se ha basado el elevado crecimiento posterior. A mediados de los ochenta se llegó a afirmar que Irlanda había alcanzado una situación parecida a la de países del Tercer Mundo, pues sufría de un colonialismo industrial y tecnológico que le había llevado al estancamiento.

Los dos elementos fundamentales en la nueva estrategia son: 1) la competitividad es el objetivo clave de la economía al que debe supeditarse las decisiones del Gobierno y de las fuerzas sociales y 2) el consenso -social partnership- es la forma de abordar la solución de los problemas. El acuerdo nacional de que toda la estrategia debe supeditarse a la competitividad lanza un mensaje muy claro y muy positivo a todos los agentes económicos. El tipo de consenso que se empezó a instrumentar entonces (y que aún continúa) va mucho más allá de acuerdos salariales entre Gobierno, patronal y sindicatos. No son tanto un compromiso entre intereses en conflicto, sino un diagnóstico común de la situación y, a partir de ahí, un acuerdo sobre el camino a seguir.

La respuesta de finales de los ochenta en Irlanda a la situación de la economía estuvo muy lejos del triunfalismo propio de otras latitudes y el compromiso de las partes con su propio análisis y con los acuerdos fue notable. El Gobierno fue muy riguroso en el cumplimiento de los acuerdos fiscales y los sindicatos mantuvieron su compromiso, aunque hasta 1993 la creación de empleo fue bastante débil.

El Gobierno abandonó cualquier política macroeconómica activista y saneó con singular rigor las cuentas públicas, consiguiendo simultáneamente una sustancial reducción del endeudamiento público y una rebaja de los impuestos (a la que seguirán otras en los años posteriores). Esto facilitó los acuerdos sobre moderación salarial. La reducción de impuestos estimuló la disposición al esfuerzo de una población relativamente bien formada. Pero, además, ha permitido que una elevación moderada del salario real pagado por las empresas haya ido acompañada de un crecimiento mayor de la retribución neta recibida por los trabajadores. En ese contexto, una exitosa política de captación de inversiones extranjeras directas en sectores tecnológicamente avanzados puso en marcha un intenso proceso de reindustrialización, que acabó por tener efectos externos positivos sobre el desarrollo empresarial nacional.

La implantación de empresas extranjeras de tecnologías avanzadas ha generado efectos positivos sobre el desarrollo de profesionales y empresarios locales. Probablemente, el tipo de política industrial seguida, centrada en la prestación de servicios y en la asistencia a las empresas, ha contribuido a este proceso de transferencia intangible de tecnología.

La productividad por hora del conjunto de la economía irlandesa es la mayor de Europa. Pero incluso, la productividad por hora de las empresas locales, que en 1987 era inferior a la española, ha alcanzado a la media de la UE-15 y sigue creciendo a tasas más elevadas que en el conjunto de la Unión.

El cambio se apoyó en elementos institucionales que habían ido desarrollándose en las décadas anteriores: un nivel de formación técnica relativamente alto, una actitud muy favorable a la inversión extranjera y unas regulaciones más flexibles que en la mayoría de la Europa continental.

El conjunto de normas y prácticas que regulan la actividad empresarial en Irlanda es muy sui géneris. Por un lado comparte con los países anglosajones un grado de regulación menor que la de los países europeos continentales. Pero por otro se ha realizado una política industrial bastante activa, las regulaciones laborales, sin llegar a las de Alemania o España, son bastantes restrictivas, la protección al parado es relativamente alta y existe, aunque se ha reducido, un sector público empresarial. Sobresale la buena calidad de la Administración pública irlandesa, que se encuentra de las primeras de la OCDE en el ranking de valoración de los empresarios.

Carlos Sebastián. Catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense

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