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Tribuna
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De oficios y beneficios

Mi amigo Jorge, que es periodista y sabio, dice que vivimos una época en la que nos conformamos informativamente sólo con flashes y titulares. Parece como si nos bastara, sobre todo a los más jóvenes, con los latigazos a dos o tres columnas de los periódicos y con los sumarios de los informativos en las emisoras de radio o en los telediarios, no importa la cadena de televisión. Profundizamos poco, eso es lo que parece, y vivimos con una información relativamente superficial que, mal que bien, nos ayuda para ir tirando sin preocuparnos demasiado ni meternos en honduras. Con la cuesta de enero/febrero/marzo encima, el horno no está para bollos, aunque las tortas se las repartan los políticos.

Cuenta Steiner que, a su juicio, nuestra época actual podría describirse como la era de la irreverencia. La admiración -y mucho más la veneración- se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo.

Los famosos realities televisivos son, probablemente, el ejemplo más claro: de lo que no debe verse y de lo que no debe hacerse. No obstante, se producen, se emiten y tienen un público fiel; y hasta sirven para nutrir de contenidos a otros programas. La grosería, el menosprecio y el desdén se han apoderado de los espacios públicos y hasta de las relaciones personales. Del respeto, claro, ni hablamos.

La reflexión anterior, de ser cierta, revelaría un cierto descreimiento y una escasa ilusión por el futuro de los humanos que, dadas las circunstancias, no tienen claro su porvenir. Y no sé si eso lo estamos trasladando, casi sin darnos cuenta, al mundo de los negocios, donde para el ciudadano de a pie existe la curiosa percepción de que algunas importantes empresas (y sus directivos) no saben muy bien a qué se dedican, qué deben hacer ni, en definitiva, qué son.

Resulta lejana y obsoleta aquella distinción entre oficio y profesión (trabajo manual versus ocupación que no lo es), y es bueno que así sea, porque la diferencia suponía hace años trato desigual y notable diferencia social. Pero las circunstancias cambian: el oficio de fontanero es ahora más rentable que la profesión, sea cual fuera, de cualquier joven licenciado mileurista.

Hoy, una buena parte de la llamada fuerza productiva estamos ocupados como profesionales en el sector servicios, y la gran mayoría de los que tenemos la fortuna de laborar somos trabajadores del conocimiento, dueños de nuestros propios medios de producción que, además, son portátiles porque nos caben en el espacio que hay entre oreja y oreja. Hablamos de inteligencia y, precisamente por eso, hay que engrasar y estimular nuestros cerebros, y abrir nuestra mente.

Cada vez se hace más necesario implantar procesos de aprendizaje colectivo en el seno de las empresas. Si queremos ser mejores, más productivos y ganar competitividad, debemos ser capaces de transmitir conocimientos y habilidades, y fomentar el deseo de adquirirlos. Y no es sólo un deseo bienintencionado sino pura necesidad, porque tal propósito ha sido una constante en la condición humana. El hombre, como la empresa, debería aspirar -está obligado- a buscar la perfección, y la vida tal como la conocemos no podría seguir adelante sin magisterio, sin aprendizaje y sin instrucción.

Es necesario, pues, que en las organizaciones el conocimiento se democratice. Algunos tienen tendencia a monopolizarlo creyendo que, al retenerlo, se hacen más jefes (otra vez oficio/empleado vs. profesión/jefe), pero se olvidan de que buena parte de los saberes, el conocimiento explícito, ya están, vía Red, al alcance de todos. Y que debe extenderse el conocimiento implícito, el que no está en internet: el saber hacer de cada organización y la condición humana que la rodea, sus principios y valores; en definitiva, la cultura de empresa, cuya transmisión es un deber ineludible del profesional.

En España, y en algunos países más, el sistema procesal penal impone al juez que, cuando finaliza el juicio, y antes de declararlo visto para sentencia, pregunte al acusado o procesado si quiere añadir algo a lo que hasta entonces se haya dicho en su defensa o descargo. Es una garantía más para los encausados que da lugar a sabrosas anécdotas. Cuentan -la historia puede situarse en cualquier lugar- que hace años en mi tierra andaluza se juzgaba por delito de hurto a Manolo, un famoso quinqui, que gozaba de los beneficios de la justicia gratuita. El abogado defensor debió de hacerlo regular y cuando, próxima a finalizar la vista, el juez le preguntó a Manolo si quería decir algo más a lo ya manifestado por su abogado, el quinqui, que era más listo que el hambre, sentenció: 'En el futuro, señoría, para otros juicios me gustaría tener un abogado de profesión, no de oficio'. Pues eso.

Juan José Almagro Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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