_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Autonomías y competencia fiscal y laboral

La supresión del impuesto de sucesiones por parte de algunas comunidades ha abierto el debate sobre la competencia fiscal en España. El autor defiende este ejercicio de rivalidad entre territorios como expresión de su autonomía normativa y apunta las semejanzas que pueden surgir con relación a la normativa laboral.

La reciente entrada en vigor de la supresión del impuesto de sucesiones y donaciones en algunas comunidades autónomas ha provocado la reacción de otras, preocupadas por la posible deslocalización de patrimonios a la búsqueda de un mejor tratamiento fiscal. En particular, ha llamado la atención la apelación de las autoridades económicas catalanas a una armonización fiscal que evite la competencia, en este terreno, entre autonomías.

Es éste un episodio que, todavía en sus prolegómenos, contiene valiosas enseñanzas y provoca interesantes reflexiones. Ante todo, pone de manifiesto la precipitación con la que algunos temas se han tratado entre nosotros. La demanda de armonización no deja de ser curiosa. Se armoniza lo que es diferente: a falta de una regulación uniforme, y ante la dificultad de conseguirla, se busca, al menos, como en el proceso de construcción europea, una armonización de regulaciones que permita que su diversidad no llegue a afectar a las exigencias de la unidad de mercado (sobre todo a la garantía de la libre competencia en el mismo).

Pero partir de una regulación unificada, deshacerla y luego reclamar la armonización no deja de ser un ejercicio sorprendente. La mejor armonización es la que garantiza una regulación uniforme; renunciar a ésta, por un prurito de autonomía política, y preocuparse después por asegurar un ejercicio limitado de esa autonomía y por armonizar los resultados de la misma equivale a promover una carrera en la que, de entrada, se pide a los participantes que no corran mucho para que las diferencias no resulten excesivas.

En el ejercicio de sus competencias laborales, los Gobiernos autonómicos podrían plantear políticas dirigidas a captar inversiones y a incentivar localizaciones

Esta es una de las cuestiones que plantea la construcción de nuestro Estado autonómico y que, a estas alturas del desarrollo del mismo, requiere una decidida revisión. Se ha actuado, en muchas ocasiones, concediendo un pasaporte de superioridad democrática a cualquier demanda autonómica y obviando la falta de racionalidad económica de algunas demandas políticas. Hemos padecido, incluso, una especie de síndrome de Penélope, en virtud del cual se deshacía, en la noche española, lo que trabajosamente se venía tejiendo en el día europeo. Alejado ya definitivamente el fantasma de un Estado centralista, opresor de las diferencias regionales, es necesario someter las reivindicaciones autonómicas a un escrutinio mucho más severo desde el punto de vista no sólo de la lógica política, sino también y sobre todo económica y social.

Pero, aparte de eso, una reflexión más de fondo se impone. La preocupación a la que me he referido se sustenta en la idea de que no debe haber competencia entre comunidades basada en la fiscalidad aplicada por las mismas. Y esto es lo que hemos de plantearnos. ¿Por qué no? Evitando actuaciones que afecten a la libre competencia (mediante, fundamentalmente, las denominadas ayudas de Estado), ¿qué impide que un territorio, en uso de su autonomía normativa, apruebe una fiscalidad más atractiva para las inversiones o para la localización de patrimonios? Esa sería una sana competencia entre territorios, que haría entrar en juego diversas opciones políticas y que obligaría a someter a los ciudadanos propuestas concretas. Eso enriquecería el debate político, haría avanzar la madurez democrática y evitaría las apelaciones demagógicas a identidades e idiosincrasias históricas como bandera electoral.

Quienes por compromisos electorales o por convicciones profundas tienen una rémora que dificulta su avance, deben intentar convencer a los ciudadanos de que su ritmo de avance es el correcto y no pretender imponer a los demás ese ritmo, predicando la filosofía del no corráis que es peor. Máxime cuando nos movemos en un contexto europeo, cuyas evoluciones no podemos controlar, como pone de manifiesto la reciente propuesta del presidente francés, Jacques Chirac, de drástica reducción del impuesto de sociedades en Francia.

Y lo mismo sucede, aunque todavía no ha surgido explícitamente el planteamiento, con la normativa laboral. Cuando se reclaman marcos autonómicos de relaciones laborales, se piensa que su aprobación desencadenaría una carrera más o menos desenfrenada hacia una mayor prevalencia de lo social. Pero, ¿y si sucede lo contrario y algunos territorios aprovechan el resquicio para establecer una normativa más propicia a la flexibilidad y a la adaptabilidad empresarial que los haga más atractivos para las inversiones y las localizaciones empresariales? Seguro que se alzarían las mismas voces defendiendo la armonización y el establecimiento de marcos comunes que evitaran la búsqueda, por esa vía, de una mejor posición competitiva.

Ya en el ejercicio de sus actuales competencias de ejecución de la legislación laboral, los Gobiernos autonómicos podrían comenzar a plantear políticas (en relación, por ejemplo, con las autorizaciones administrativas de los expedientes de regulación de empleo) dirigidas a captar inversiones y a incentivar las localizaciones empresariales en el territorio. Políticas que los ciudadanos tendrían que valorar, a la vista de sus resultados y no de genéricas apelaciones a la sensibilidad social. Y si el desarrollo de marcos autonómicos de relaciones laborales, al hilo del actual proceso de revisión estatutaria, abriera espacios para una normativa laboral específica de las comunidades autónomas, debería producirse un debate político y social acerca de la orientación de dicha normativa y de su utilización en la óptica competencial entre territorios. Quizás esa diversidad, dinamizando nuestro mercado de trabajo y nuestra realidad social, terminaría, efectivamente, por enriquecernos a todos.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

Archivado En

_
_