Mí, no entender
Uno, que cada día oye y ve los informativos, y lee muchos periódicos por obligación/responsabilidad (también por devoción, porque esto de escribir en los medios, creo yo, imprime carácter) se sorprende con frecuencia de cómo los articulistas somos capaces de pontificar sobre cualquier asunto. Además, la historia, como casi siempre, se repite: sea cual fuere el tema, corren crecientes vientos de intolerancia. Manuel Azaña, a quien todos citan, lo dejó escrito hace más de 70 años: 'A muchos españoles no les basta con profesar y creer lo que quieren: se ofenden, se escandalizan, se sublevan si la misma libertad se otorga a quienes piensan de otra manera la intolerancia española sopla hoy arrasadora como el siroco'. Son palabras para meditar, intensas y frescas como la propia vida, escritas en tiempos difíciles para España y reflejo de un pensamiento lleno de actualidad.
Cuento esto porque tengo la impresión de que con tanto discutir y opinar -sin derecho a réplica- sobre macroeconomía, mercados, opas, resultados, intervenciones y presiones de los poderes públicos en la vida de la empresa; sobre préstamos para comprar paquetes accionariales o el concepto de responsabilidad social, la lucha por los puestos en los consejos de administración, los sucesivos techos históricos de la Bolsa y mil cosas más, todas tangibles (el poder también lo es), nos estamos olvidando de los intangibles, es decir, de las personas. Pero, aunque importa, este aparente olvido, cuando no desprecio, es poco significativo. Las aguas siempre vuelven a su cauce porque ad ora ad ora m'insegnavate como l'uom s'etterna, hora tras hora me enseñabais que el hombre se hace eterno, como el Dante anotara con hermosa belleza.
Detrás de los crecientes beneficios empresariales, de los planes y estrategias, del fervor por el ranking, la reputación o la imagen; de los nuevos negocios, de las oportunidades empresariales, del PIB y también del compromiso social activo que hoy se les pide a las empresas, detrás de todo están las personas. Mejor, deberían estar las personas. Pero no siempre es así, aunque alguna vez lo fuera. Para no tropezar, hay que avanzar recordando y pisando la tierra, sin olvidar cómo hemos llegado hasta donde estamos: ningún proyecto se construye desde el olvido y el desdén.
Y quien así lo hace, invariablemente se cae. Todo el mundo proclama que el hombre es el mejor capital de las organizaciones, o su principal activo. Pero, como dice L. Meana, casi todo el mundo olvida la verdad contrapuesta: que las instituciones son el mayor capital del hombre. Las empresas, como las personas, están obligadas a buscar la perfección. æpermil;sa debe ser su principal aspiración, salvo que quieran limitarse y se conformen contemplándose el ombligo por los siglos de los siglos, cosa que no parece posible en una época nueva, más de intemperie que de protección. Sin hombre no hay institución. Como sin institución (sin empresa) tampoco hay personas.
Para que no tengamos dudas: hace unas fechas la consultora Otto Walter ha publicado un informe en el que, bajo el título ¿Qué nos quita las ganas de seguir trabajando aquí?, analiza los factores de fidelización, permanencia y entrega entusiasta (sic) de profesionales cualificados. Merece la pena profundizar en su contenido.
En los ocho factores más determinantes para irse o quedarse en una empresa no está, por ejemplo, la remuneración. Importa, sobre todo y por ese orden, lo siguiente: posibilidades de desarrollo profesional; sentir que la empresa tiene buen proyecto; coherencia entre ascensos y premios; tener claro lo que se espera de mí: objetivos y tareas; buena relación con el jefe directo; buen clima entre compañeros; reconocimiento por el trabajo realizado, y buen estilo de dirección de personas. Más allá del color del dinero, resulta esperanzador constatarlo, a la gente le importa, y le importa mucho, saber que puede progresar profesionalmente en una empresa con futuro, donde las relaciones personales son fluidas y sin desgarros, y cada quien tiene claro lo que debe hacer y cuál es su tarea, sabiendo que, si lo hacen bien, le felicitarán.
Cuando era niño, recuerdo que en mi hermosa æscaron;beda natal a los turistas extranjeros que preguntaban algo se les contestaba siempre a gritos y en castellano. Todavía se sigue haciendo, pero a mí aquello me llamaba mucho la atención porque el visitante, con cara de asombro y de resignación, siempre acababa diciendo: 'Mí, no entender', y echaba mano de su guía para informarse de lo que quería saber.
Yo tampoco entiendo muchas veces lo que pasa, o lo que nos pasa, pero nos ha tocado vivir una enriquecedora época de transición, a caballo entre un pretérito que se agota y un futuro esperanzador. Y en las empresas tiene que hacerse posible el tránsito hacia la posmodernidad, hasta situar a la persona como el inequívoco centro de nuestra actividad empresarial y referencia última de nuestro quehacer. Así, 'sí entender'.
Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre