La Sucursal, cocina formal a precios elevados
Desde que los franceses inventaron la nouvelle cuisine muchos clientes asiduos de restaurantes pretendidamente modernos asocian la cocina actual a platos que se enuncian en dos líneas, ingredientes más o menos exóticos de combinaciones imposibles, presentaciones epatantes, raciones mini y precios maxi. Esta forma de entender la cocina desgraciadamente está más extendida de lo deseable, y muchos de sus defectos -a veces aisladamente, otras muchas en su totalidad- continúan vigentes en numerosos restaurantes de todo el país, contaminando la opinión del público, incapaz de disociar, por desconocimiento, el polvo de la paja.
La factura que se abona al final de una comida importa, y mucho, porque debe responder a lo que se ha ofrecido a lo largo de ella, desde el producto a la forma de cocinarlo, el servicio y el propio ambiente del restaurante. Cuando se produce un desajuste en alguno de ellos, la relación calidad-precio se resiente. Por eso es reprobable que establecimientos como La Sucursal (Guillermo de Castro, 118. Museo IVAM. Valencia. Tel.: 963 746 665) denoten poca sensibilidad cuando establecen los costes de sus menús. A priori es uno de los locales señeros del capital del Turia: cuenta con un buen emplazamiento, el Instituto Valenciano de Arte Moderno, una conseguida puesta en escena -de sosegada estética minimalista-, magnífica carta de vinos y aguas (una de las más completas que existen en España, con 40 referencias de aguas), servicio profesional y una cocina correcta de concepción mediterránea, vista con planteamientos actuales. Pero son más las expectativas que los resultados obtenidos. A su cocinero, Nazario Cano, no se le pueden hacer grandes reproches a la hora de valorar su cocina, aunque adolece de una formalidad que resta interés a sus platos, esa falta de chispa tan habitual en tantos chefs y que marca la diferencia con los grandes. En su menú gastronómico, que pretende ser un recorrido por lo mejor de la carta, se empieza por siete miniaperitivos en los que se abusa de la degustación en vaso de chupito y causan cierta confusión (demasiados cosas distintas para empezar: allipebre, buñuelos de bacalao, turrón de pisto, patatas con navajas, suquet). Sin embargo, esa abundancia, no continúa en el resto del menú. Las raciones, raquíticas, no pasan de un bocado, con la excepción del plato de carne, más en consonancia con el hambre de la mayoría de los mortales a la hora de comer. Esta minicocina, más propia de la tapa, llega en elaboraciones como el bonito marinado con escabeche de perdiz (bien el pescado, anodino el conjunto), la ostra Napoleón a la plancha con esencias de lechuga (un riesgo intentar mejorar el sabor de la ostra, en caliente y con un caldito ligero, logrado, pero que no le aporta nada), la coca de sobrasada con lomo de rubio (correcto, sin más), la galera, pilota prensada e infusión de alcachofas (receta delicada, liviana) o el toffee de foie y pichón con cardamomo verde (sin duda el plato más conseguido de todos). Se sigue con el salmonete de roca, morcilla de sus higaditos y yemas de erizo (mejoraría con algo más de sabor marino) y el lomo de ciervo con bombón de dátil y ciruela, de carne sabrosa y de buen punto. Para acabar, sorbete de melón, acidulado y fresco, y chocolate con helado de trufa negra y brandy, postre decididamente vulgar. En resumen, un menú largo y manifiestamente estrecho, sin grandes fallos, algunos aciertos y que no sorprende hasta que llega la factura. Precio medio: 60-70 euros. Menú gastronómico: 90-100 euros.