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Tribuna
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La economía de la generosidad

Hace algunos días, la revista estadounidense Forbes publicaba su lista anual de los norteamericanos más ricos. En esta ocasión, y por primera vez, el listón para entrar en el selecto club se situaba en los mil millones de dólares. Casi nada. Según nos cuenta Forbes, la riqueza combinada de las 400 personas de la lista vendría a rondar el billón (millón de millones) de euros. Más o menos, el PIB español. Como viene siendo habitual, la lista está encabezada por Bill Gates, seguido de cerca por Warren Buffett, de Berkshire Hathaway. Otra novedad del ranking de este año es que los dos primeros de la lista parecen decididos a dejar de serlo.

La publicación del ranking de Forbes coincidía con el anuncio de Richard Branson: durante la celebración de una conferencia auspiciada por Bill Clinton, el carismático millonario británico comprometía una donación de 3.000 millones de euros para la investigación y el desarrollo de energías limpias. El anuncio de Branson nos llega cuando todavía resuenan los ecos de la donación de Warren Buffett, anunciada el pasado junio, y, con toda probabilidad, la mayor de la historia. Más lejos queda la de Stephan Schmidheiny, quien en 2004 donaba 1.000 millones de dólares a un trust cuyo objetivo es promover el desarrollo social en América Latina.

Buffett anunciaba en junio la donación de 30.000 millones de euros a la Fundación Bill and Melinda Gates, presidida por Bill Gates y dedicada a la promoción de la educación y la investigación médica. En su gesto ni siquiera se vislumbra un atisbo de vanidad. En lugar de constituir una institución nueva para inmortalizar su nombre, ha preferido donar su dinero a una ya existente que, con esta donación, se convierte en la mayor ONG del mundo. El mismo Gates manifestaba recientemente su decisión de abandonar la gestión de Microsoft para, desde 2008, dedicarse a su fundación, a la que ya ha donado miles de millones de dólares. Gates, Buffett y Branson, entre otros, no hacen sino continuar una tradición de filantropía comenzada, en buena medida, por las grandes fortunas de finales del XIX y comienzos del siglo XX.

Los Rockefeller, Vanderbilt o Carnegie, que amasaron su riqueza con la industrialización, propiciaron una edad de oro de la filantropía. Según el Centre on Wealth and Philantropy del Boston College, también hoy asistiríamos a una época dorada para la filantropía. Las grandes fortunas, construidas ayer sobre el ferrocarril, el petróleo y el acero, y hoy sobre las revoluciones del software e internet, propiciarían la aparición de grandes filántropos. Según el mismo instituto, y como se deduce de los estudios realizados en EE UU, esto se explicaría por el hecho de que el crecimiento en la riqueza de una persona provoca un incremento más que proporcional en la porción de la tarta que está dispuesto a donar.

Aplicando un cierto cinismo, podría aducirse que difícilmente la generosidad convertirá en pobres a Gates o a Buffett. Siempre les quedarán algunos miles de millones. También, que la generosidad no es sino la búsqueda de la inmortalidad. Puede ser. Pero cabe recordar que la generosidad no es la única alternativa. Y que el mundo está lleno de ricos horteras. O tacaños. Sin ir más lejos, nuestra élite no parece compartir el gusto de otras latitudes por regalar el dinero. Con honrosas excepciones. Una pena, dada la importancia social y económica de la filantropía.

Nos lo recordaba John Kay, desde el Financial Times. Así, nos contaba cómo la fundación de Rockefeller, en su día el hombre más rico del mundo, contribuyó a financiar la comercialización de la penicilina y a sentar las bases de la industria farmacéutica. Su dinero también financió la revolución agrícola tras la segunda guerra mundial, y ayudó a descubrir los secretos del ADN, poniendo los cimientos de la biotecnología. Otro tanto podría decirse de la Fundación Ford. De este modo, la generosidad de algunas inmensas fortunas ha contribuido a desarrollar industrias y aplicaciones que, a su vez, han contribuido decisivamente a mejorar la vida de millones de personas. Han sustituido a la iniciativa empresarial o a la financiación pública donde éstas encontraban limitaciones y no podían, o no querían, llegar.

En definitiva, dejando de lado el cinismo, la pregunta no es saber qué induce a los Gates y compañía a regalar su dinero al mundo. Ni si lo que les motiva es la vanidad, el afán de notoriedad o la mala conciencia. El verdadero interrogante es saber por qué el resto no sigue su ejemplo.

Ramón Pueyo. Economista de KPMG Global Sustainability Services

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