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Columna
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Migraciones

Es un teorema bien conocido de la Teoría pura del Comercio Internacional que la puesta en marcha de intercambios entre un país rico y un país pobre permite la convergencia de los niveles de vida de uno y otro con el transcurso del tiempo.

En un mundo globalizado la libertad de movimientos de capital que atraería a éste hacia los países con costes laborales más bajos y mejores rendimientos contribuiría igualmente a la convergencia a largo plazo y aunque la experiencia sólo ratifica parcialmente estas hipótesis -en algunos países se han producido estos procesos de convergencia y en otros no- y a pesar de que todo el mundo comprende que otras variables igualmente relevantes influyen sobre la tasa relativa al crecimiento económico de un país o una región, nadie niega la conclusión de que la convergencia en un mundo globalizado es una tendencia permanente, pero que se manifiesta de manera demasiado lenta, particularmente si razones de proteccionismo político ponen frenos artificiales al proceso de intercambio.

Cuando uno mira la historia económica mundial desde la Revolución Industrial hasta aquí no puede negar que ha habido procesos de convergencia concretos significativos (como el que se dio entre los dos lados del Atlántico, entre Europa y América a lo largo del siglo XIX y, en algunos casos, la primera mitad del siglo XX). Sin embargo, los análisis históricos más modernos nos señalan que el factor fundamental para lograr dicha convergencia en niveles de vida no ha sido ni el crecimiento del comercio internacional ni la libertad en los movimientos de capital, sino los flujos migratorios que han mejorado las condiciones de vida para quienes se quedaban en los países emisores y han contribuido seriamente al desarrollo de los países receptores.

Para que esto se haya producido ha sido preciso que pasáramos desde la emigración de pequeños números a la emigración de masas, que sólo ha podido producirse conforme al conocimiento de las diferencias de niveles salariales entre el país receptor y el país emisor se fueran extendiendo y los costes de transporte para pasar de uno a otro se fueran reduciendo. Cuando todo esto fue ocurriendo, millones y millones de trabajadores cruzaron el Atlántico a hacer las Américas primero y hoy surcan los aires y los mares desde los países subdesarrollados hacia el norte más rico. Como sus antecesores del siglo XIX y principios del siglo XX, los emigrantes de hoy no tienen paciencia para esperar que el desarrollo de los intercambios y las inversiones extranjeras mejoren sus niveles de vida.

Hoy esta situación tiende a ser más apremiante que nunca. A pesar de las mafias, los costes de transporte resultan baratos cuando se comparan con los salarios en España u otros lugares de destino. En cuanto al conocimiento de las condiciones de vida en estos países, los trabajadores de las regiones más atrasadas de la Tierra conocen más y mejor, gracias a la globalización de las comunicaciones de lo que nunca supieron sus antecesores, cuyas fantasías se alimentaban de Eldorados míticos.

En estas condiciones, la emigración seguirá siendo un fenómeno importante en los próximos decenios tanto en Europa como en Estados Unidos y es mejor que los europeos, como ya han hecho los norteamericanos, nos vayamos acostumbrando y empecemos a gestionar este tema con buen tino evitando algunos de los errores que ellos cometieron.

Desgraciadamente, la visión optimista de que el aumento de los intercambios, las inversiones extranjeras y la ayuda internacional a los países subdesarrollados pueden limitar significativamente la magnitud de los flujos migratorios en simplemente eso, optimista.

Estos dependen fundamentalmente de las diferencias salariales entre los países de emisión y los de acogida (incluyendo entre los salarios de estos últimos los beneficios sociales y subsidios en materia de educación, sanidad, cobertura de desempleo, sistemas de pensiones y otros de los que carecen los emigrantes en sus países de origen). O lo que es lo mismo, dadas las dificultades de salvar las trampas de pobreza propias del subdesarrollo, de la evolución de los salarios, del nivel de vida en los países de destino y de la probabilidad de encontrar empleo en los mismos.

Regular la situación de los inmigrantes que hayan entrado clandestinamente es la forma de evitar una mayor diferencia entre los salarios después de cargas sociales en España frente a los países de origen. Asegurar esto mediante la inspección de trabajo es la obligación de las autoridades españolas, lo hagan o no así en otros países, y el reproche de alguno de estos es un argumento cínico e ignorante que debería ser obviado.

No obstante lo anterior, España y su Administración pública deben dedicar más recursos y mejores esfuerzos a la gestión cuidadosa de este asunto dentro del que los famosos cayucos o las viejas pateras no son, pese a los terribles costes humanos y la compasión que merecidamente provocan, sino aspectos menores cuando se comparan con el número de inmigrantes anuales y lo que representan los costes generales de acogida y de inversión.

Desgraciadamente, lo que algunos desearían es un Isla de Ellis en el archipiélago canario. Un islote donde pudieran mantenerse todos estos inmigrantes irregulares hasta que fueran repatriados a sus países de origen sin que los pudorosos ojos de los ciudadanos españoles tuvieran que reparar en su lamentable estado. Sin embargo, no es este el tema relevante en relación con la inmigración, ni sus peripecias deberían llevar al Gobierno de la Nación a cambiar su política de inmigración aunque sí a mejorar la eficiencia de su política exterior.. y no sólo en este terreno.

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