La revelación
Nuestro hombre se despierta súbitamente víctima de un sueño. El Señor acaba de darle una orden inequívoca con voz clara y rotunda: ¢Abandónalo todo y échate a la calle, a predicar la verdad¢. æpermil;l es profundamente feliz y decide obedecer inmediatamente el imperativo y dejar su vida cotidiana. Pero el tiempo pasa y con él el sueño pierde nitidez. Ahora nuestro protagonista sabe que ya no puede ser el mismo, porque ahora tiene conciencia.
Despertó a las tres de la mañana, terriblemente excitado. Soñaba poco, pero esta vez, a diferencia de otras, el sueño se le había presentado con notable claridad, las imágenes pervivían nítidamente, sin esa sensación de desajuste parcial que solemos tener cuando hemos despertado y tratamos de recordar el último sueño sin traicionarlo. El mensaje era fuerte y sencillo, al mismo tiempo; no daba lugar a equívocos: la imagen de El Señor le había dado una orden, con voz clara y segura: ¢Abandónalo todo y échate a la calle, a predicar la verdad¢. No había duda de que esas fueron las palabras, y, en el sueño, él se inclinó espontánea y sumisamente, experimentando una gran felicidad, un sentimiento de humilde dicha: le pareció que, por fin, se había integrado a un orden sin incertidumbre, que la misión lo despojaba de todas las cosas veniales a las que se había dedicado en la vida, manifestándole la única trascendente. De modo que cuando despertó, todavía experimentaba la peculiar alegría del hombre que cree haber comprendido.
Se levantó de inmediato -le hubiera parecido innoble e indigno permanecer en la cama- y encendió la luz. No le importó que fuera de noche y en la casa reinara el silencio de la oscuridad, cortado por sonidos remotos: los autos que aún atravesaban la avenida, la sirena de una ambulancia y el ladrido de un perro en un apartamento. Aun con la luz de la lámpara, el sueño conservaba la nitidez inicial.
Se vistió con prisa, porque no había tiempo que perder. Lo que más le excitaba del sueño es que modificaba sustancialmente su sentido del tiempo. Al tener una misión urgente y perentoria que cumplir, los minutos, los segundos, adquirían otra dimensión, de carácter moral, que estaba ausente de su vida desde la adolescencia. No era un indiferente, pero la moral con la que había vivido se la había inventado para sí mismo, sin que nadie se la exigiera. Hasta ese momento, él había sido juez y parte de esa moral; ahora, en cambio, la misión lo vinculaba con una orden superior, frente al cual se sentía dependiente; ya no podía ser juez, sólo parte. La luz despertó a su esposa, que lo miró con curiosidad. Era un hombre bastante metódico y no solía levantarse a las tres de la mañana, ni se paseaba excitado a esa hora por las habitaciones.
æpermil;l dudo un instante. No sabía si debía contarle el sueño a su mujer. Por un lado, la emoción que experimentaba se derramaba hacia los demás, su alegría era generosa, pero por otro, creía que el carácter íntimo de la revelación, su verdad indemostrable si no era a través de un acto de fe, hacía imposible compartirla.
No era un hombre religioso. Sus contactos con la iglesia habían acabado el mismo día en que, niño aún, otros contactos se le revelaron, más urgentes y placenteros, pero llenos de ambigüedad. Le había parecido que tener un sexo impedía tener una iglesia y cualquier transacción entre ambos la juzgaba indigna. Desde entonces, no se había preocupado más por la religión. Ahora, mientras buscaba ansiosamente un traje en el ropero, pensó que el sexo no tenía ninguna importancia y los años que le quedaban por vivir no serían acaso suficientes para cumplir adecuadamente la orden. La alegría llenaba de entusiasmo su corazón y lo impulsaba. La habitación parecía estrecha para contenerlo y por un momento creyó que iba a poder lanzarse por la ventana hacia la calle, sin hacerse daño. Se contuvo lo suficiente como para darse cuenta de que no podía arriesgar la misión por un accidente estúpido. ¿Qué traje debía ponerse? Todos le parecían inadecuados. Pensó que quizás lo mejor sería una túnica lisa y suelta de su mujer, pero detestaba llamar la atención y no quería ser tomado por un loco o un extravagante. Pero experimentaba una secreta repugnancia hacia el traje azul de la oficina, contaminado por las pequeñas preocupaciones cotidianas, las conversaciones insulsas, los resentimientos. En cuanto al de tweed verde botella, tenía un toque superficial y elegante que ahora le resultaba procaz. Las prendas deportivas le parecían frívolas; entonces recordó un viejo traje negro de su juventud que se había negado a tirar por olvidadas razones sentimentales y lo rescató del viejo baúl donde tranquilamente apolillaba, entre zapatos fuera de moda y bufandas tejidas a mano. Lo sacudió un poco, para quitarle el polvo, lo examinó a la luz de la lámpara, le pareció algo lustroso en las rodillas y en las solapas, pero íntimamente tuvo la convicción de que era el adecuado. Mientras se lo ponía, le pareció que la excitación de su mente y de su espíritu era casi imposible de contener. Se dirigiría al centro de la ciudad y comenzaría su prédica de inmediato; pensó con alegría que la revelación lo liberaba del trabajo rutinario en la oficina, de las incómodas visitas a los parientes, de los pequeños conflictos domésticos, de la quiniela deportiva semanal, de las excursiones al campo, de los atascos en la autopista, de la visita anual al médico y de los impuestos. Lo liberaba, curiosamente, también, de sus gratificaciones secretas: la visita del viernes a cierta dama atractiva y nada mojigata, las sesiones de cine retrospectivo en la filmoteca y la partida de ajedrez con un colega lúcido y aburrido. Se sentía liviano y despojado. No juzgaba su vida anterior, hasta el día de la revelación; seguramente un hombre que no ha sido tocado por la gracia es un hombre inocente de cualquier culpa, y no sería juzgado por sus actividades hasta ese momento. De ahora en adelante, en cambio, estaba exonerado de la responsabilidad de elegir, porque la misión era imperativa y no dejaba lugar a dudas: las cosas accesorias lo eran definitivamente y no había confusión en cuanto a ellas: todo lo que no fuera la misión dejaba de existir.
Enfundado en su traje negro -que encontró inesperadamente cómodo, luego de tanto tiempo-, se dirigió a la parada del autobús. Consultó el horario en el rótulo de metal y se dio cuenta de que debía esperar un buen rato. No importaba: encendido por la pasión, de pronto se sentía enormemente tolerante con los menudos problemas de la ciudad. No se preocupó por elaborar un método de predicación: del mismo modo que la fuerza de la revelación, en el sueño, lo había convencido instantáneamente, pensaba que bastaría con contarlo, con evocar el cielo gris y sin embargo luminoso en que Dios había aparecido, para que el que quisiera oír entendiera, y el que no, se apartara del camino. En realidad, la orden que había recibido era de predicar, no de intentar convertir. Un gato negro pasó rápidamente a su lado, en la parada del autobús, y tuvo deseos de detenerlo, de cogerlo en brazos y acariciarlo. Pero huyó velozmente. La calle estaba desierta, a la penumbra de los faroles de mercurio, y la inmovilidad de los autos estacionados en las aceras y el ruido de los semáforos al cambiar la luz le daban a la ciudad un aspecto irreal que él conocía bien. Era la ausencia de seres humanos lo que provocaba esa atmósfera, como un paisaje después de la guerra. Como una ciudad de cristal, densa en la noche y suspendida, en la que ya no vive nadie.
Cuando subió al autobús, tuvo una duda: le pareció que la imagen del cielo gris donde El Señor había aparecido ya no era la imagen del sueño, sino el recuerdo -durante la vigilia- del sueño. Esta sensación lo deprimió súbitamente y trató de recuperar la imagen primera, sin las correcciones de la memoria. Cerró los ojos, esforzándose. El autobús iba vacío y él se había acomodado en un asiento, del lado de la calle. Le pareció que el negro de afuera era idéntico al de sus ojos, cuando los cerraba, y en esa oscuridad densa, la pequeña figura de Dios, ahora, aparecía con dificultad, y lo que era peor: su rostro había adquirido una mueca ridícula que no podía corresponder, de ninguna manera, al gesto del sueño. Se irritó contra sí mismo, contra la falsificación del recuerdo. ¿De dónde había sacado esa expresión que se superponía a la imagen primera? Seguramente era un retazo de otra cara que, como en un dibujo expresionista, se adhería al original, deformándolo. Luchó contra el collage, procurando devolver a cada figura su contorno primitivo. No lo consiguió: el nuevo rostro de Dios, deformado en una mueca caricaturesca, era el único que venía, esa imagen esperpéntica era la única que podía convocar. Cuando abrió los ojos sorprendió su propio rostro en el vidrio del autobús y observó que el esfuerzo lo había contraído. No era lo único que había cambiado. En el sueño, El Señor había hecho un gesto, antes de hablarle. Ahora, por más que se esforzaba, no podía evocarlo. ¿Había separado las nubes? No estaba seguro. De pronto, en su mente, el gesto de El Señor separando las nubes se formó, pero no pudo saber si era la imagen del sueño o una que su imaginación había elaborado después. ¿Cuál era el original? Le parecía que el gesto de separar las nubes era un tanto pueril; quizás correspondía a alguna lámina de su niñez, no precisamente al sueño. Se maldijo a sí mismo, porque en la emoción que siguió al despertar no fue capaz de fijar en piedra o en metal la auténtica imagen con la que había soñado. Angustiado, se repitió la orden que había escuchado mientras dormía. 'Abandónalo todo y échate a la calle, a predicar la verdad'. En primer lugar, debía estar seguro de la clase de Dios que la había enunciado. Por lo que sabía, existían numerosos dioses, y algunos se excluían entre sí. Su conciencia, sin embargo, de inmediato le hizo un reproche. ¿No estaba buscando un pretexto para huir de la consigna? Y si esto era cierto, si en verdad trataba de escapar al imperativo, ¿qué hecho había precipitado un cambio en su voluntad? Cuando bajó a la calle no tuvo ninguna duda de que deseaba cumplir su misión. ¿Cuál era la parte de sí mismo que ahora procuraba sustraerlo? Para reforzar el mandato, intentó recordar otra vez el sueño, pero ahora las imágenes que conseguía evocar eran deslucidas, cómicas o difusas. El Señor -fuera quien fuera- separaba las nubes de manera malhumorada, y una de ellas, redonda como un globo, se deslizaba por la pendiente de una montaña. Le pareció un detalle estúpido que de ninguna manera podía pertenecer al sueño original. El paisaje que había rodeado la aparición de El Señor, ahora le parecía harto ingenuo. Sin embargo, por lo que recordaba, al despertar le había resultado eficaz, claro y revelador. No es que un escenario extravagante o espectacular fuera imprescindible, pero la meseta despojada con la que había soñado, con sus cipreses oscuros al costado y el cielo gris, con algunas nubes de filamentos dorados era excesivamente convencional. Así lo habían pintado en su infancia los escolares del colegio religioso. ¿Por qué El Señor se había servido de una arquitectura tan ingenua?
Descendió del autobús al final del recorrido, sin saber muy bien qué hacer. El mensaje oral todavía repicaba en sus oídos, pero ahora le parecía que eran imprescindibles unas cuantas precisiones. No alcanzaba con apostarse en la mitad de la plaza principal y contar el sueño. ¿En qué consistía la verdad que debía predicar? No estaba dispuesto a hacer el triste papel de esos místicos de poca monta que con los cabellos largos y sucios y una túnica agujereada y envejecida se paseaban entre los transeúntes murmurando frases ininteligibles y a quienes por piedad se les daba una moneda. En cuanto a abandonarlo todo, de acuerdo, sí, pero ¿incluía también las visitas de los viernes a la dama atractiva y poco mojigata? No había ninguna necesidad de explicarle a ella también su nueva misión; estaba seguro de que era difícil convencerla de cualquier verdad metafísica y seguramente lo tacharía de loco.
Entró a uno de los pocos cafés que encontró abiertos a esa hora y pidió una infusión de manzanilla. El camarero le respondió que sólo servían bebidas alcohólicas, y entonces dudó. ¿Podría pedir un coñac? ¿La misión excluía la bebida? Decidió que un solo coñac no podía contravenir el mandato. Mientras lo bebía, a pequeños sorbos, se vio en el espejo largo y estrecho de la pared y el traje negro le pareció anacrónico. Más que un hombre tocado por la gracia, parecía un provinciano recién bajado del tren y extraviado en la ciudad. Era un hombre más bien tímido, y se preguntó en virtud de qué El Señor lo había elegido, considerando las dificultades que solía tener para iniciar una conversación o abordar a un desconocido. Para poder hacerlo, la revelación debía poseer una fuerza extraordinaria, y ahora, cuando la evocaba, se perdía entre nubes grises que rodaban como globos por la ladera de la montaña y el énfasis de El Señor -dotado de una mueca extravagante- parecía el de un actor exagerado en una ínfima comedia.
Bebió tres coñacs y abandonó el lugar. Llego temprano a la oficina, convencido de que había perdido la mejor oportunidad para librarse de ella. No contó a nadie su fracaso, porque sabía que, al contarlo, algo del antiguo imperativo iba a estremecerlo, y no estaba dispuesto a aparecer como culpable ante los ojos de los demás. Su culpa era un secreto entre El Señor y él. Seguramente podría esgrimir como atenuante el hecho de que su memoria era infiel, sus evocaciones opacas y su imaginación traicionera, pero estaba seguro de que estas consideraciones eran débiles y que no variarían la sentencia. Redujo su alegría a la modesta convicción de haber sido una vez iluminado, pero la infidelidad, mucho más que en su voluntad o en su disposición, estaba en sus propias facultades: hubiera sido ciertamente descabellado seguir las instrucciones de un Dios que recordaba tocado por una mueca ridícula y que apartaba de sí las nubes como balones.
Cuando evoca la revelación, trata de despojarla de imágenes (unas imágenes que su memoria ha deformado y transformado en caricaturas). Pero sabe que el tiempo transcurre con una moralidad que ya no podrá separar de su conciencia, y si bien continúa yendo a la oficina, jugando al ajedrez, apostando a las quinielas y visitando a la dama atractiva y nada mojigata, lo hace en dos planos: en uno, ejecuta los actos habituales como si nada hubiera sucedido. En el otro, sabe que está irremediablemente perdido y que nada de lo que hace admite justificación. De vez en cuando, se pone el traje negro y sale a la calle, con la esperanza de encontrar a alguien que pueda escuchar el relato de su sueño sin hacerle incómodas preguntas, pero si lo encuentra, se detiene: la parodia del sueño ya se realizó en su imaginación y la última traición que no desea cometer es la del lenguaje.
La autora
Cristina Peri Rossi nació enUruguay en 1941, aunque reside en España desde 1974. Sus poesías se incluyen en Evohé(1971), Descripción de un naufragio(1974), Diáspora(1976), Lingüística general(1979), Europa después de la lluvia (1987), Babel Bárbara (1992), Otra vez Eros(1994), Aquella noche(1995) e Inmovilidad de los barcos(1997). Como narradora ha firmado Viviendo(1963), Los museos abandonados (1968), El libro de mis primos (1969), Indicios pánicos(1970), La tarde del dinosaurio (1976), La rebelión de los niños(1980), El museo de los esfuerzos inútiles(1983), La nave de los locos(1984), Una pasión prohibida(1986), Solitario de amor (1988), Cosmoagonías (1989), Fantasías eróticas(1991), La última noche de Dostoievski(1993), Desastres íntimos(1997), El amor es una droga dura(1999), los ensayos Cortázar(2001) y Cuando fumar era un placer (2003). Su última obra es Por fin solos(2004).