Desértica
David Torres sitúa la acción de su relato en una ciudad fronteriza con el Sáhara. Y en tercera persona nos narra la llegada de un pasajero sumamente fatigado tras un largo viaje. Tiene una extraña sensación de pérdida, de absurda tristeza. A partir de ahí lo acompañaremos por sus recorridos, sus pensamientos, sus preguntas. Al final podremos comprobar que el círculo de la vida se cierra, a veces, de una manera un tanto espeluznante.
Al amanecer, al anochecer, a cualquier hora, la ciudad brilla a lo lejos como una fantasmagoría acuática en la agobiante soledad del Sahara. De hecho, desde la ventanilla del autobús, el remoto amontonamiento de casas blancas y muros tostados por el sol no parece una ciudad sino un intrincado capricho de la luz y la arena, un espejismo más del desierto. Poco importa el tiempo allí, pues nada tiene qué hacer el recién llegado; ningún monumento, ninguna insigne ruina distraerá la curiosidad de quien decida bajarse y cruzar a pie la frontera. Todos los viajeros a quienes ha preguntado, antes de emprender lamarcha, le han respondido lo mismo: que no merece la pena detenerse para recorrer ese tortuoso dédalo de callejuelas. Sin embargo, el pasajero ha decidido desde mucho tiempo atrás (quizá desde el amanecer, desde que la vio brillando desamparada en el desierto) no hacer caso del consejo, y una vez desembarcado en la plaza, nada más pisar el suelo polvoriento de la ciudad, advierte la primera señal de alarma: una sensación de pérdida, de absurda tristeza, como si, sea la hora que sea y aunque nadie lo espere, hubiese llegado demasiado tarde. Tal vez contribuya a ese desánimo la blanda fatiga del viaje en autobús, el sudor acumulado desde el aeropuerto, la indecisión del alba colgando de un cielo incendiario, con rosas tenues y azules opulentos como jirones arrancados de una cuna de infancia.
El pasajero deja su equipaje en el suelo, observa la red de callejones que irradian desde la plaza como desde el centro de una telaraña de cal, saborea por anticipado el placer de internarse por cualquiera de ellos, desoyendo una vez más las advertencias de la guía turística comprada muy lejos, en otro continente, y los consejos desinteresados de dos o tres amigos. Conoce otras ciudades fronterizas del Sahara, sabe, por lo tanto, que no es conveniente extraviarse en el laberinto de balcones y tiendas, entre calles sin nombre, y, finalmente, decide preguntar a tres musulmanes -dos blancos, uno negro- sentados bajo la sombra azul de los soportales. Sólo cuando se ha acercado lo bastante comprende que se ha equivocado al tomarlos por musulmanes, engañado por su aire silencioso, escultórico y, sobre todo, por los ropajes amplios y rayados, por las desgastadas sandalias. A unos pocos pasos, descubre que uno de los blancos es una mujer morena, con el pelo muy corto, y antes de que su pregunta se estrelle como una mansa ola contra el arrecife de los tres rostros esculpidos en el desaliento -dos blancos, uno negro- sabe que no obtendrá respuesta. Mejor dicho: el hombre blanco, demasiado blanco y demasiado alto para el sol inmisericorde del desierto, balbucea algo que suena remotamente escandinavo, mientras el negro, sin dejar de observar sus propias sandalias polvorientas, musita una disculpa en un dialecto magrebí. Al fin, como si el oleaje de su interrogación la hubiese alcanzado en último lugar, la mujer alza los ojos, lo mira muy despacio y murmura algo en francés o en una lengua que al pasajero recién desembarcado le parece francés, a cuyas clases lamenta ahora no haber prestado más atención en el colegio. Círculos dentro de círculos: el enigma de los tres extranjeros disfrazados, formando una compañía ininteligible, se sume en la perplejidad total de la ciudad como la ciudad misma dentro de la enigmática ondulación del desierto o como su propia pregunta en el misterio total de su existencia. El pasajero murmura una despedida, sonríe a falta de algo mejor y recoge su equipaje.
Amanece, está amaneciendo. El frescor de la mañana empieza a ceder bajo el calor, a dibujar un itinerario de gotas de sudor por su cuerpo, pero el sol aún no está alto y de momento el pasajero disfruta de las pequeñas tempestades de polvo que azotan las calles bajo el suave telón anaranjado del alba. En su condición de frontera, de desdeñosa cicatriz, la ciudad recibe durante la estación estival una súbita floración de visitantes: turistas ansiosos por cruzar al otro lado se entretienen paseando arriba y abajo, comprando ropas, perfumes y relojes robados, antes de pasar la aduana. No es tan fácil reconocerlos como había creído en un principio porque, al igual que el trío de extranjeros de la plaza, muchos de ellos, hartos del calor o de la incomodidad de sus vestimentas, han intercambiado sus hábitos y calzados occidentales con los de la población local, formando un ajedrez viviente de chilabas grises y azules, amplias túnicas, sandalias trenzadas. Molesto por el peso del equipaje y con la camisa sucia de sudor pegada al cuerpo, el pasajero piensa que no sería mala idea imitarlos. En el primer tenderete abierto pregunta por el precio de una de las chilabas, regatea unos minutos con el vendedor, crecen y desaparecen dedos, unas monedas cambian de manos y al fin pasa a mudarse al fondo de la tienda, dejando su camisa y sus zapatos en una de sus maletas.
A medida que avanza la mañana las callejuelas van llenándose de gente, pero, a pesar del fluctuante océano de pieles, de la amalgama de razas y acentos, el pasajero advierte pronto que la ciudad consta de una sola nota, eternamente repetida, del mismo modo que el desierto consta de una sola, gigantesca, arcaica modulación de la arena. Sin embargo, ni aun en su nueva crisálida, alcanza a discernir cuál es, del mismo modo que un músico novato encorsetado en el esmoquin y extraviado en el caos de una partitura desconocida. Notas: el viejo que fuma una pipa de kif en cuclillas; el moro que barre unos escalones con una escoba de paja; el beduino que vocea su mercadería desplegada en el suelo; la viejecita de luto que, con sus manos arrugadas, va construyendo una refulgente muralla de naranjas. El pasajero compra una, la pela, muerde un gajo y el fuego aprisionado en su interior explota en su paladar con una llamarada ácida. Mordisqueando la naranja sin placer, intentando domar su sabor, conquistarlo, abandona el mercado y se dirige a la barrera pintada con franjas rojas y blancas, exhibiendo su mejor sonrisa occidental y su cara sudorosa ante los aburridos soldados. El aduanero mira su pasaporte de arriba abajo con desprecio profesional, examina un instante la foto pegada en el recuadro superior, arroja el documento sobre la mesa de madera y niega con la cabeza. Al pasajero le cuesta unos minutos comprender que le han negado el paso. En el rápido intercambio de gestos que sigue a continuación intenta descifrar las razones de la negativa, pero el aduanero se cuadra ante un Renault desvencijado, hace un gesto a los soldados para que alcen la barrera y cuando se vuelve otra vez hacia él, limpiándose la chaqueta con la mano, una sola mirada le da a entender que está empezando a perder la paciencia. Al otro lado de la aduana, el Renault se aleja por la pista de arena, componiendo una ruidosa despedida de polvo. El pasajero da media vuelta, pensando si no será mejor cambiarse otra vez de ropa, si no habrá cometido un error al intentar cruzar a pie la frontera; se encuentra con la naranja amarga todavía en su mano y, sin saber qué hacer con ella, la arroja al suelo.
En la terraza del único hotel de la ciudad (que ni siquiera aparece reseñado en la guía turística) pide un té y examina con calma sus posibilidades. En cierto modo, ya se lo habían advertido. Es lógico, piensa, que dos países enzarzados en una guerra ya casi centenaria y prácticamente olvidada (algo así como una lucha entre dos boxeadores de principios de siglo, encajonados en uno de esos combates de pesadilla de más de cien asaltos y cuyos puñetazos exhaustos, espectrales, casi parecen gestos o caricias) tengan problemas con la frontera. El pasajero sopla su taza y bebe un sorbo: el té caliente araña su paladar con la misma rabiosa determinación que la naranja. De repente, en una mesa, al otro extremo de la terraza, ve a otros tres extranjeros ataviados con ropajes locales, dos morenos y una pelirroja. Todavía sonriendo ante la coincidencia, el pasajero se levanta para ir al retrete y, cuando vuelve, descubre que su equipaje ha desaparecido. De nada le sirve preguntar al camarero, interrogar a los otros clientes tranquilamente sentados en las mesas y ajenos a su desgracia: entre la desidia del mediodía y el desajuste lingüístico que reina en el local nadie parece interesado en comprenderlo o escucharlo. De manera que busca sus maletas por todas partes -bajo la mesa, bajo la silla, en el baño- intentando descartar la posibilidad del robo, casi esperando, casi ansiando que su equipaje vuelva como por ensalmo, apenas vuelva la cabeza a otro lado. Inmerso en una nube de irrealidad total y de catástrofe (todas sus cosas estaban allí, incluidas su cartera, su pasaporte y todo su dinero) sale a la luz cenital del mercado para comprobar que ahora el mundo tiene la apariencia de una falsificación o una quimera: un moro sigue barriendo unos escalones, un beduino sigue anunciando a gritos sus baratijas, una viejecita continúa apilando naranjas. Súbitamente, en medio de su confusión y de su pérdida, se siente tan extranjero, tan extraño, tan lejos de ellos como de los pálidos turistas disfrazados de nativos. Su pequeña guía de conversación no le sirve de gran cosa frente al estupor de los niños, el encogerse de hombros de los comerciantes, el silencio monumental de un tuareg, cuya mirada límpida e inmemorial brilla desde el parapeto de la tela como dos rendijas de luna. Al fin, vencido, resignado, acepta su derrota; ha acabado por comprender que su primera impresión no le había engañado, que la ciudad no es más que otro espejismo, una alucinación o una prolongación del desierto; que todos sus habitantes -vendedores, soldados, muchachas tapadas de la cabeza a los pies, viejos fumando en los rincones-, todos ellos, tienen un aire inequívocamente nómada, provisional, como si en cualquier momento (por ejemplo, ahora) pudieran plegar sus tenderetes, deshacer sus tiendas, abandonar sus casas, empaquetar sus pocas mercancías en un atado y marcharse Sahara adelante, dejando a la ciudad convertida en un fantasma de sí misma, un blanco esqueleto de casas huecas a la espera de la nada. ¿Qué otra cosa hace el moro que agita su escoba de paja sino intentar detener por unos días, acaso por unas horas, el avance inexorable de una milenaria, incansable, inextinguible lengua de polvo? ¿Qué más puede hacer la vieja que ordena y vuelve a ordenar los amargos frutos del oasis, sino intentar evitar lo inevitable, estafar la inercia, retrasar unos minutos ese terrible, inmenso, implacable reloj de arena?
Después de deambular toda la tarde en busca de su equipaje, el forastero acaba sentado en uno de los bancos de la plaza. Está cansado, agotado; la boca seca, repleta de preguntas inútiles; el rostro cuarteado por el sol, picoteado por un finísimo alfiletero de aire. Un grupo de niños árabes juega a la pelota bajo los soportales, una tempestad en miniatura barre envoltorios de papel y hojas de periódico. Al anochecer la ciudad tendida al borde del desierto cobra un nuevo silencio y una nueva belleza, pero el pasajero está demasiado fatigado y se siente demasiado desgraciado como para ponerse a descubrir postales. Ni siquiera observa el incendio del crepúsculo sahariano, con nubes rojizas frotadas por el viento como algodones empapados en sangre. Simplemente se queda sentado, la cabeza entre las manos, mirando sus zapatos, sin sentir el dulce pliegue de las sombras sobre la plaza. Tan fatigado que ni siquiera se da cuenta del hombre alto que se ha sentado a su izquierda, ni de la mujer rubia que, poco después, lo hace a su derecha. Ninguno de los tres lleva equipaje ni ninguna otra cosa fuera de ese absurdo y exótico atuendo a rayas. Ninguno repara en los otros, nadie levanta la cabeza cuando el destartalado autobús se detiene en la plaza y el pasajero recién desembarcado se acerca a preguntar.