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CincoSentidos

Un paraguas amarillo

La ciudad es un círculo que es rodeado cada cinco minutos por autobuses amarillos. En ellos viaja cuatro veces al día Jacinto Bécquer. Un día lluvioso, y mientras oía dentro de su cabeza la melodía de §Los paraguas de Cherburgo§, se fijó por primera vez en la mujer del paraguas estrafalario, María Noé. Deseó reencontrarse con ella y así sucedió numerosas veces. Los paraguas sirven para darle la vuelta al amor en los días de intensa lluvia.

El amarillo es la línea que circunda la ciudad, con un intervalo de cinco minutos y un recorrido que dura tres cuartos de hora. También, claro está, el amarillo es el autobús que Jacinto Bécquer coge cuatro veces al día, desde hace tres años y seis meses más cuatro días, para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Un trayecto durante el que el contable del CentroWaterloo, donde acuden jóvenes y adultos a jugar con las recreaciones de batallas históricas en maquetas con todo tipo de detalles, lee el periódico gratuito, se deja envolver por las alucinaciones musicales que padece y piensa que, pese a tener una rutina confortable, echa de menos que un día, en uno de esos cuatro viajes a bordo del TM3 amarillo, ocurra algo inesperado. Algo que desea ardientemente pero que le parece imposible que pueda sucederle. Aun así continúa esperando que María Noé tome asiento a su lado y que él pueda, después de ordenar en su cabeza las palabras que siente, sacar a escena una frase que suene espontánea y que provoque que ella empiece a enamorarse.

La primera vez que Jacinto Bécquer vio a la mujer de los paraguas, japoneses, kitsch, de madera, de aluminio o automáticos, fue un lunes en el que la lluvia había llegado del oeste y en el que las regiones del cerebro, que procesan la música, habían convertido los impulsos ocasionales y fortuitos, generados por redes defectuosas de su córtex, en la melodía de Los paraguas de Cherburgo orquestada por Michael Legrand. Una canción que le empujó a refugiarse en el bisbiseo de la llovizna contra la ventanilla del autobús y detener su mirada en una mujer que caminaba bajo un paraguas Ascot de nailon naranja. Tendría unos cuarenta años, su abrigo abollonado de lana negra entallaba la madurez elegante de su cuerpo enjuto y su mano izquierda movía con delicada soltura la sombrilla, al cruzarse con otros quitasoles cuyos propietarios manejaban con torpes encontronazos. En ese instante, en el que la calle se enturbiaba de sonidos que salpicaban estridentes y mojados, imaginó que ella era una hermosa fotografía borrosa con algo de frío en los labios y poca prisa por llegar a alguna parte. Luego, el TM3 giró en la rotonda de Cabo Blanco, dirección Estrecho de La Estrella, impidiéndole distinguir a la mujer que le había causado una agradable impresión visual y el deseo de reencontrarse con ella.

Durante los siguientes días, Jacinto Bécquer aguardó impaciente y desde la ventanilla, en la que la lluvia suele tener el color de los recuerdos, a que apareciese en cualquier orilla urbana la imagen de la mujer del paraguas. Pero durante el trayecto del colectivo únicamente vio al abuelo que cada jornada y a la misma hora subía en la esquina de Faro Merino, para recorrer la ciudad en busca de su juventud perdida, a los habituales usuarios del trayecto y los girasoles de Van Gogh, aparaguando la pasión transitoria de una pareja besándose bajo el diluvio. Incluso una tarde, en la que le explicaba a su jefe los beneficios obtenidos por el nuevo taller de técnicas de pintura de miniaturas, tuvo la impresión de haber visto a la mujer desconocida mirando la escenografía de la batalla naval de Trafalgar recreada en el escaparate. Sin embargo, el sábado, cubierto por el alto oleaje de las nubes en las que viajan las borrascas, la encontró sentada en la marquesina de Cabo San Lucas, tamborileando, abstraída, los dedos sobre la cubierta de un libro y con un paraguas francés apoyado en el banco.

Al verla su corazón se aceleró, haciéndole olvidar que acaban de inyectarle marcadores radiactivos en el torrente sanguíneo para averiguar por qué el tratamiento con Aziz mg12 no espaciaba más sus alucinaciones musicales y, por unos segundos, sintió que no era ingenua su pretensión de acercarse y advertirle de que ese día la lluvia vendría por el norte. Era fácil saberlo porque primero había llegado el viento que remueve los grises de la ciudad, después un olor triste flotando en el aire y hacía un rato que un plácido e ingrávido silencio auguraba la cercana irrupción de tímidas gotas de agua, que enseguida enloquecerían en tromba contra el asfalto. Quiso acercarse y explicarle todo aquello pero, en ese justo instante, apareció una enjoyada señora llamando María Noé a la mujer del paraguas con la que se puso a conversar. Así que él sólo pudo decir, mirándola de soslayo, que el TM3 estaba llegando. Ellas le dieron las gracias y Jacinto Bécquer les cedió la entrada, colocándose después a una distancia cercana que, al mismo tiempo que oía la música del saxo de Jove Lovano sonando dentro de su cabeza, le permitía fijarse en los tonos añiles del pelo moreno y largo de la mujer del paraguas, recogido a un lado y descansando lánguidamente sobre el omóplato derecho.

Un mes más tarde, Jacinto Bécquer había contabilizado, en quince, las veces que él y María Noé compartieron una parte del trayecto del TM3 o aquellas otras en las que la había descubierto cruzando un paso de cebra, subiéndose en la parada del Estrecho Vespuccio, después de sacudir la lluvia de un Vogie azul de varillas redondas, o saliendo del cementerio inglés entre otros paraguas negros, mientras él apuraba un White Label en el Café Magallanes haciendo esquina con el bulevard Nelson, donde estaba la Clínica Neuman, especializada en trastornos musicales del cerebro. En cada una de aquellas ocasiones, ella llevaba un paraguas diferente, cuyos estampados eran el plano del barrio de Abadie y una panorámica aérea de Nueva York entre otros llamativos dibujos impermeables. Pero de aquella cuenta particular, lo mejor eran las ocasiones en las que, a bordo del TM3, Jacinto Bécquer había podido admirar el equilibrio de su figura geométrica, sujetándose con una mano a la barra de las puertas centrales y con la otra apoyada en el mango de una sombrilla Tyler de algodón inglés, lo bien que le sentaban las faldas a media pierna y su elegante manera de tener la mente en otra parte, posiblemente en el anticuario de su memoria o en un presente de pensamientos de paso. También pudo sentir de cerca el perfume de ámbar, muguet y amapola lauder que desprendía su cuello, hermoso y largo bajo el pelo aprehendido por un lazo formado por sus cabellos. Observaciones que le permitían intuir que María Noé era una mujer sensible, reservada, inteligente y con una belleza casi involuntaria que no escondía las huellas dejadas por el tiempo.

En aquellos trayectos, escudriñando los gestos de la mujer hacia la que sentía una creciente atracción, intentaba saber si, a juzgar por las ocasionales y explícitas miradas que ambos se habían cruzado, ella era consciente de que la línea amarilla los convertía en extraños compartiendo, fugazmente, pequeños instantes de sus vidas. Incluso, Jacinto Bécquer llegó a creer que los días en los que coincidía con ella, todo le salía a pedir de boca y que, de no ser así, los números se le atragantaban al llevar la cuenta de sus viajes en el TM3 o al cuadrar en redondo la contabilidad del Centro Waterloo. También, al afeitarse frente al espejo, no le resultaba difícil imaginársela pintándose los labios frente a otro espejo, como tampoco lo era el desear que ella fuese el alma gemela con la que armar un saludable matrimonio feliz. Aquella obsesión emocional, junto al hecho de haberla visto una noche con un paraguas iluminado desde su interior por una brillante luz blanca, le empujaron a consultarle al doctor Neuman si cabía la posibilidad de que María Noé fuese un fantasma creado por cualquier otra disfunción de su mente. Después de todo, la primera vez que la había visto, en su cerebro sonaba la música de Los paraguas de Cherburgo. Interrogantes a los que el médico argentino respondió que lo de la luz se debía a la existencia de un modelo que tenía una bombilla de kriptón resistente al agua y que lo de la mujer sólo podía saberse si al besarla, en lugar de sentir una gratificante sensación mental, experimentaba una ingobernable reacción física. Lo único más real que una alucinación.

Veintiún mil seiscientos segundos después del último encuentro, Jacinto Bécquer no había vuelto a encontrar a María Noé. Ni en las calles por las que él transitaba andando ni a bordo del paraguas amarillo que redondeaba la ciudad durante tres cuartos de hora. De hecho, llegó a convencerse de que, teniendo en cuenta que a sus años se perdía el miedo al rechazo pero se ganaba en temor a hacer el ridículo, lo mejor era seguir instalado en una soledad confortable que él atribuía a la experiencia y a una serena actitud con la que encarar los imprevistos más molestos. Tal vez por eso, no le importó que su jefe le pidiera, a media mañana de un miércoles, que se acercase a recoger material del polígono cercano a la terminal de la línea TM3. Así que, olvidándose de ponerse su gabardina, salió a la calle, donde caía un violento aguacero. Menos mal que a unos cuantos metros había una parada y, aunque no tenía marquesina, seguro que el colectivo no tardaría en llegar. Pero lo que no hubiese intuido nunca era que, de repente, un paraguas lo cubriese y sobre todo que, bajo el nailon con en el mapa de París estampado en verde voltaire, estuviese María Noé tendiéndole una mirada cómplice y un afectuoso saludo que le hizo sentir una secreta felicidad mojándole por dentro.

Antes de que les diese tiempo a intimar más allá de la conversación sobre las muchas veces en las que habían coincidido, y quién sabe si a cerca de lo que uno pensaba del otro, el TM3 se detuvo en la parada de Cabo de Hornos para que ambos lo abordasen, dejando atrás el intenso chaparrón que anegaba la ciudad. Jacinto Bécquer se ofreció entonces a pagar el billete de los dos y después anduvo hacia los asientos libres al fondo del autobús, donde ella se acomodó con el paraguas resguardado entre sus piernas, pero permitiendo que respirase hacia fuera la llovizna que tenía dentro, mientras él pensaba que aquel silencio húmedo era la incalculable distancia que los separaba pese a estar juntos en el mismo espacio de su sueño. Sin embargo, tres miradas a hurtadillas y comunes más adelante, Jacinto Bécquer no reprimió el impulso de acariciarle la mano, posada sobre el mango de la sombrilla, y envolverla con la suya. Al sentir el afectivo contacto, María Noé, enfrentándole una explícita sonrisa que parecía responder a una pregunta incompleta, recostó los añiles de su pelo negro sobre el hombro del hombre al que, hasta ese instante, había creído un fantasma. Al hacerlo, escuchó en su cabeza a Jacques Demy cantando la letra de Los paraguas de Cherburgo.

Ahora, mientras el ómnibus convierte la ciudad en un círculo amarillo, usted está mirando el respaldo del asiento que tiene delante y donde hay inscrito un corazón a llave. Un dibujo enamorado al que atraviesa una flecha que parece una varilla de acero y cuyo extremo izquierdo es un número. El 3516. Seguramente esa cifra no le dice nada, aunque tampoco evitará que usted no se distraiga pensando acerca de la edad de la pareja, en cómo se llamaban, qué aspecto tenían o en qué parada se besaron. Pero lo que no imagina es que, bajo su asiento, tal vez haya un sorprendente objeto impermeable. Un paraguas, con el que darle la vuelta al amor en un día de lluvia.

EL AUTOR

Guillermo Busutil (Granada, 1961). Escritor y periodista con una amplia trayectoria profesional, iniciada en 1979, ejercida en prensa, radio y televisión, y especializada en la información cultural, la crítica literaria y de arte así como en el columnismo. Como escritor ha publicado los libros de relatos Los laberintos invisibles(1986), Confesiones de un criminal(1990), Marron glacé(1999), Individuos S.A,(1999), Drugstore(2003) y Nada sabe tan bien como la boca del verano(2005). Sus cuentos han sido recogidos en las antologías Lo que cuentan los cuentos (México 2001), Pequeñas resistencias(Páginas de Espuma 2002), Cuentos al sur (2002), Relato español actual(Fondo de Cultura Económica 2003), Narrativa española contemporánea (2004) y en Cuentos policiacos. Tinta y pólvora (Páginas de Espuma 2005). A lo largo de su trayectoria ha publicado en numerosas revistas internacionales como Renacimiento, Bitzocy Zut, entre otras. También ha participado en las novelas colectivas El nadador( Arguval 1997) y ¿Quién teme a Papá Noel?(Miguel Gómez ediciones 1998).

Diccionario sin levantarse

Kitsch: Dicho de un objeto artístico: pretencioso, pasado de moda y considerado de mal gusto.Córtex: Es la materia gris encontrada en todas las áreas mayores del cerebro. Es la parte más voluminosa del sistema nervioso central, que se puede imaginar como el correlato neuronal para el pensamiento. La mayoría de las funciones cognitivas más avanzadas suceden en él.Jove Lovano: Nacido en Cleveland (Ohio, 1952), toca el saxo desde niño. Está tan interesado en la composición como en la interpretación. Es considerado el mejor saxo tenor del mundo.Kriptón: Gas noble raro en la atmósfera terrestre, se encuentra en los gases volcánicos y en algunas aguas termales. Se emplea en la fabricación de lámparas de fluorescencia.

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