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Columna
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Datos para convencer

El próximo 3 de noviembre se cumplirán 150 años de la publicación del real decreto por el que el entonces presidente del Consejo de Ministros, Ramón María Narváez, creaba la Comisión de Estadística General del Reino. Este aniversario, que va a ser conmemorado por el Instituto Nacional de Estadística, el Catastro y el Instituto Geográfico, organismos que en el inicio de la estadística oficial estaban íntimamente unidos, brinda una excelente ocasión para reflexionar sobre los principios que inspiraron la investigación estadística y sobre su vigencia siglo y medio después.

En el propio preámbulo del decreto de 3 de noviembre de 1856 se decía que 'el conocimiento de las condiciones físicas y morales de una nación, de su comercio e industria, de sus necesidades y recursos, es precisa a todo Gobierno que desee la felicidad de su país, por la influencia que deben tener en la confección de las leyes, pudiendo facilitarse por este medio el desarrollo de sus gérmenes de riqueza y el modo de remover los obstáculos que se opongan al progreso y bienestar de los pueblos'.

En realidad, la confianza en el poder revelador de los datos estadísticos a la hora de describir una situación ya inspiró el que se considera el primer Manual de Estadística publicado en España, obra de José María Ibáñez fechada en 1844, en el que se decía que los datos rigurosamente obtenidos deben tener 'consecuencias infalibles que confunden a unos, que desengañan a otros, que convencen a todos'. No se puede expresar con menos palabras las virtudes de una ciencia, entonces naciente, que era consciente de las ventajas de la cuantificación de cualquier fenómeno, que podía acabar con tópicos imperantes (de ahí la confusión de unos), poner a muchos frente a un temible espejo mostrando que las cosas no eran como pretendían que fuesen (con su consiguiente desengaño) pero que debía tener el efecto (infalible llega a decirse) de convencer a todos.

Por desgracia, se está lejos de esta romántica idea de que los datos estadísticos, por rigurosos y objetivos que sean, puedan tener la virtud de convencer a todos. En el terreno de la opinión se observan visiones tan distintas de una misma realidad que resultan irreconciliables, lo que aleja las posibilidades de afrontar la solución de los problemas aunando fuerzas sin perjuicio de que partan de posiciones ideológicamente dispares. Y si a esta situación se añade el hecho de que los argumentos, en vez de expresarse en lenguajes ponderados y ecuánimes, se vierten en términos crispados y cargados de visceralidad, se tiene un panorama preocupante puesto que, a la dificultad de acuerdos para afrontar problemas, se une la posibilidad de fisuras sociales de consecuencias incalculables.

Un repaso de lo que ocurre en la interpretación de cualquier problema muestra que las cifras obtenidas por procedimientos científicos no consiguen que la clase política se ponga de acuerdo ni siquiera en su diagnóstico, aunque se trate de algo tan simple como, por ejemplo, evaluar el apoyo social que una propuesta política ha recibido en una manifestación pública, donde las estimaciones sobre el número de concurrentes pueden variar de 1 a 10, sin que sirva para nada la aplicación de procedimientos estadísticos tan tradicionales como medir el espacio total que ocupa la manifestación, cuadricularlo y contar el número exacto de manifestantes en una muestra representativa de las cuadrículas.

De este modo, los cuantiosos recursos que la sociedad dedica a la investigación de la realidad a través de métodos estadísticos, que debieran servir para que esa sociedad estuviera sobradamente informada de la magnitud de los problemas y de su evolución en el tiempo, apenas pueden contrarrestar la eficacia de mensajes políticos escasamente fundamentados que basan su fuerza en algo tan deleznable como la reiteración de ideas que, en lugar de pretender la solución de dichos problemas como interesaría a todos, sólo tratan de desgastar al contrincante político con la poco altruista finalidad de alcanzar o mantener el poder.

Quizás los actos de conmemoración del 150 aniversario de la estadística oficial sirvan para que comience a prestarse mayor atención a las conclusiones científicas para que revierta a la sociedad el beneficio de las investigaciones que costea. Posiblemente también sirvan para estimular a los profesionales de la estadística en el análisis riguroso de los datos que producen y mostrarlo con la necesaria elocuencia para que sus conclusiones sean comprendidas por todos, sin permitir que ese importante espacio de la interpretación de datos pueda ser ocupado por gentes de tan escasa formación como moralidad.

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