En defensa de la desgravación a la exportación
En la última década, el cuadro macroeconómico tiene en la aportación negativa del sector exterior una de sus constantes vitales. Sólo el turismo equilibra un patrón de crecimiento excesivamente escorado sobre una demanda interna de la que tiran el sector de la construcción y el consumo familiar.
Con la integración monetaria ya no es posible recurrir a las devaluaciones competitivas para arañar cuota de mercado, o a la política monetaria para contener un diferencial de inflación que gangrena la competitividad del sector exterior. Si queremos estimular nuestras exportaciones debemos operar sobre la política fiscal, a través de los incentivos fiscales a la exportación; de la misma forma que si queremos estimular la demanda exterior de nuestros productos debemos incidir en las políticas de I+D+i, y, en general, en todas aquellas que diferencian nuestros productos desde el punto de vista del valor añadido.
Plantear, en la proyectada reforma del Impuesto de Sociedades, la supresión de los incentivos fiscales a la exportación no es una buena noticia para nuestros exportadores. En la actualidad, la ley fiscal prevé una deducción del 25% en la cuota del Impuesto de Sociedades para actividades de exportación. Se trata del incentivo fiscal más importante para apoyar la internacionalización de nuestras empresas, que, en la actualidad, se desgravan entorno a 200 millones de euros al año.
Pretender justificar la desaparición de la DEX (deducción a la exportación), con el peregrino y correoso argumento de su compensación con el abatimiento degresivo anual del tipo nominal del impuesto, es enmascarar el problema, máxime cuando el juego de las diferentes deducciones coloca el tipo efectivo del impuesto algunos puntos por debajo del nominal. Tampoco parece que pueda justificarse en la existencia de un expediente abierto por las autoridades comunitarias por posible ayuda de Estado.
La DEX goza de una cierta tradición legal en nuestro país desde que la Ley del Impuesto de Sociedades de 1966 estableciera la llamada Reserva de Inversiones para la Exportación, que configuraba como partida deducible las dotaciones que, con esta finalidad, realizaban las empresas exportadoras. De ahí pasó a la Ley de 1978, a la de 1995 con el propósito declarado de fomentar la internacionalización de nuestras empresas y, finalmente, la vigente Ley de 2004.
Se trata de un incentivo fiscal que no es ajeno a los sistemas tributarios de los países de nuestro entorno (Alemania, Bélgica, Francia u Holanda cuentan con algún tipo de incentivo a la exportación). En algunos países, incluso, como Francia y Holanda, se prevé un tipo reducido por los beneficios generados por el uso de patentes y marcas en el exterior. Con estos antecedentes, y este entorno normativo, y siendo cuidadosos en su regulación, no parece que pueda hablarse, desde el punto de vista comunitario, de una ilegal ayuda de Estado. Y mucho menos, que al albur de un expediente abierto, y prejuzgando su resultado, se pretenda eliminar de un plumazo esta desgravación.
El déficit comercial español roza el 9% del PIB. La eliminación de la DEX, como ha señalado recientemente el Club de Exportadores y la Asociación de Marcas Renombradas, en un documento elaborado con la colaboración de las Cámaras de Comercio, tendrá un grave impacto sobre las empresas medianas que hoy constituyen la base de nuestra actividad exportadora.
Con todo, el principal problema de la DEX reside no tanto en su configuración legal como en su aplicación. A pesar de tratarse de una deducción finalista, y de que el Tribunal Supremo haya dicho que debe interpretarse generosamente, la Administración tributaria sigue siendo un tanto restrictiva en su aplicación.
Sin duda, el legislador debe modernizarla y superar su concepción vinculada a la exportación, para convertirla en un incentivo a la internacionalización de nuestra economía. Su modernización pasa por una definición legal más flexible, propia de una economía abierta en un mercado integrado y en un escenario globalizado. Nuestro país ha dejado de ser exportador de mano de obra para convertirse en un exportador neto de capitales. En un escenario de mayor integración de los mercados de capitales, de servicios y de trabajadores, la desgravación debería referirse no tanto a la actividad exportadora como a la inversión exterior, en definitiva, a la internacionalización de nuestro tejido productivo.