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Columna
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El virus francés

El lector habrá comprendido inmediatamente que me refiero a la tormenta desatada por la incomprensible propuesta del primer ministro francés, Dominique de Villepin -cuya fama alcanzó su cenit en aquellas sesiones del Consejo de Seguridad que debatían la justificación de la invasión americana en Irak a cuenta de la supuesta existencia o no de armas de destrucción masivas-. Pues bien, este culto admirador de Napoleón I, no se sabe por inspiración de quién, tuvo la ocurrencia de, creyendo que la sociedad francesa era como la americana, proponer un contrato para jóvenes que, en busca de su primer empleo, aceptarían trabajar durante dos años sin ningún tipo de protección social a cambio de obtenerlas todas si salvan esa barrera temporal.

A simple vista cualquier lego en la materia se dará cuenta que lo que el citado contrato -conocido en francés con las siglas CPE o 'contrato de primer empleo'- supone son dos cosas: primera, ahondar la muralla intergeneracional que se traduce en una tasa de paro algo cercana al 23% en los jóvenes menores de 25 años y, segundo, ofrecer a esos mismos jóvenes la posibilidad de elegir entre renunciar a todas las garantías legales o permanecer en el paro.

Esta lógica cartesiana ha dejado boquiabiertos a la inmensa mayoría de los expertos en el campo de mecanismos de contratación puesto que si bien resulta generalmente admitido que una excesiva protección laboral origina -por diversos canales- una tasa de paro elevada, nadie había pensado hasta ahora que la solución residiese en privar de todo tipo de salvaguardias a un grupo específico de trabajadores -en este caso los jóvenes-.

Muy al contrario, los males del mercado de trabajo residen en la mayoría de los países europeos en el carácter dual de dicho mercado. España es un buen ejemplo de ese problema, en el cual se combinan un amplio grupo de trabajadores que gozan de todo tipo de protecciones ante las vicisitudes económicas tanto de la empresa que los emplea como de la evolución de la coyuntura del país en el cual laboran y otro, cuya protección es mínima -no en balde tenemos aquí una elevadísima proporción de empleo temporal-.

Este rasgo no es nuevo ni nada extraordinario encierra esta breve mención; lo prueba el que desde hace años los autodenominados agentes sociales, bajo la perezosa mirada de los sucesivos Gobiernos, que prefieren que aquellos se tiren los trastos a la cabeza antes de intervenir y salir probablemente trasquilados en el intento, discuten los medios para acabar con esta estructura dual del mercado de trabajo sin llegar jamás a un acuerdo práctico, entendiendo por tal un equilibrio entre los derechos del grupo amparado por todo tipo de salvaguardias y aquel otro que apenas goza de alguna.

En el caso de Francia las reformas laborales deberían empezar por cambios serios en algunas de las calificadas como conquistas y que son, en realidad, factores determinantes de la elevada tasa de paro que registra nuestro vecino: por ejemplo la semana de 35 horas o el hecho de que el salario mínimo -el SMIC-, que cobra nada menos que el 13% de la población empleada, equivalga al 60% del salario medio del resto de los asalariados. Un conocido economista francés -¡que trabaja, claro es, en Estados Unidos!-, Olivier Blanchard, opina que la mejor solución consistiría en un contrato de carácter general en el cual los derechos laborales anejos fueran consolidándose a medida que el trabajador permaneciese más tiempo en la empresa, de tal forma que nadie pudiese alegar que la protección social recibida es diferente de la de otro trabajador por la simple razón, por ejemplo, de ser más joven.

Qué duda cabe que los problemas que el CPE francés ha encontrado en su camino son una muestra más del anquilosamiento galo -pero también de otros muchos países europeos entre los que se encuentra, y en puesto muy destacado, el nuestro- y su incapacidad para flexibilizar el mercado de trabajo de forma que se incremente el crecimiento potencial y se reduzca, por tanto, el paro. Para ello sería preciso superar los problemas ocasionados por la dualidad entre trabajadores fijos -que disfrutan de una gran seguridad en el empleo-, y temporales -sobre todo jóvenes-, cuya inestabilidad no sólo les perjudica a ellos sino que también desincentiva las decisiones de inversión en capital humano y acaba afectando negativamente a la productividad del país en cuestión.

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