El nuevo IRPF
En medio del debate esencialista sobre la nación y la financiación, y en cierto modo lastrada por su desenlace -no exento de trascendencia constitucional-, ha florecido la tan anunciada, como aplazada, reforma fiscal. La reforma del IRPF, de factura continuista, aunque un tanto tímida, reduce los tramos y fija el tipo marginal máximo en el 43%. Las rentas más elevadas y las más bajas parecen ser las más beneficiadas, mientras que el impacto de la reforma no parece tan favorable para las rentas medias, me refiero a esa inmensa minoría -que diría el poeta-, del 10% de declarantes con ingresos brutos superiores a 30.000 euros que representa más del 60% de la recaudación tributaria total.
Quizás su novedad más importante es la decidida apuesta por la neutralidad fiscal del ahorro que se somete a un tipo del 18%. La medida ha sido criticada por cuanto supone una dualización de la base imponible, que quiebra la naturaleza sintética del impuesto y cuestiona la progresividad del mismo. Para los que hemos defendido la necesidad de eliminar distorsiones fiscales a las decisiones económicas sobre el ahorro, esta es una buena medida que se justifica por la necesidad de fomentar la competencia del sector y de evitar, en un entorno globalizado y de mercados integrados, la deslocalización del ahorro respecto de la soberanía fiscal española. Naturalmente este es un criterio de eficiencia económica, no de justicia tributaria.
Ahora bien, lo criticable es que el legislador no sea del todo coherente con la pregonada neutralidad fiscal y no admita, por ejemplo, la deducción por doble imposición de dividendos, lo que a medio plazo puede dar lugar a fenómenos de subcapitalización de las empresas. Es imprescindible adoptar algún sistema de corrección técnica de la doble imposición. También parece censurable que se abandone la distinción entre ahorro a corto y a largo plazo, la única distinción que tenía un fundamento netamente económico engarzado en la necesidad, políticamente compartida, de incentivar el ahorro a largo plazo, o ahorro-previsión -con el que el nuevo impuesto no es muy generoso- frente al puramente especulativo. Un último apunte, hay que celebrar que estos rendimientos del capital mobiliario no se sometan a la escala progresiva, pero las plusvalías no especulativas, cuyo periodo de generación es superior al año, pasan del 15% al 18 %. Quizás las rentas del capital debieran haber quedado sometidas al 15% que constituía el tipo marginal mínimo del vigente IRPF, que ahora, por cierto, se eleva.
Otra de las novedades del impuesto es la mudanza de las deducciones familiares que, volviendo al sistema anterior a la Ley 40/98, pasan de la base imponible a la cuota. Es cierto que, en un primer análisis, puede merecer una valoración positiva en la medida en que se ajusta mejor al principio de progresividad. Sin embargo, esta impresión no se corresponde con la realidad. El principio constitucional de capacidad económica tiene su reflejo en la base imponible que, por definición, es la magnitud de la riqueza gravada. El gravamen debe recaer sobre la renta discrecional, no asociada a subvenir al mínimo vital, personal o familiar, del contribuyente.
Es una reforma tímida, y esencialmente continuista, quizás hipotecada por novedosos pactos de financiación, y que podía haber sido más atrevida, por ejemplo en el momento de fijar un tipo marginal máximo en el 40%, máxime en un tributo como este que ha demostrado una gran elasticidad impositiva, y en el que el aumento de las bases tributarias de la recaudación se ha basado no en aumento de tipos nominales sino en el ensanchamiento de las bases tributarias. El efecto renta disponible que genera la rebaja de tipos acaba trasladándose, vía propensión marginal al consumo o al ahorro, a otras fuentes de renta gravada, o, sencillamente, dinamizando la inversión productiva.
El nuevo IRPF no llega sólo, se hace acompañar de la reforma del Impuesto de Sociedades que básicamente consiste en una reducción progresiva de su tipo nominal hasta dejarlo situado en el 30%, o el 25% para las pymes. Una medida acertada en un escenario comunitario de precaria armonización de la imposición directa que acentúa la competencia fiscal entre los Estados. Más discutible es que, en sincronía, se vayan reduciendo las deducciones, lo que puede suponer, en términos de tipo impositivo efectivo, que no reduzca, sino todo lo contrario, la carga fiscal de nuestras empresas. Sin olvidar que supone renunciar a un buen instrumento de política fiscal. Pero esta es ya harina de otro costal y materia para otro artículo.