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La opinión del experto

Profesionalidad y autonomía

Cristina Simón analiza la situación de España en cuanto a competitividad y productividad y propone a los gestores de empresas evaluar el rendimiento con parámetros de negocio

El debate sobre la competitividad, o más bien sobre la falta de productividad de nuestro país, está sobre la mesa. Prácticamente cada día, a lo largo de los últimos meses, hemos recibido algún tipo de mensaje de este estilo desde los diferentes medios de comunicación. No somos competitivos, ni siquiera suficientemente productivos. Por si fuera poco, parece que también somos uno de los países que más horas trabaja, si medimos este concepto como permanencia en el centro laboral. Esta evidencia parece ser el punto de partida de un futuro poco halagüeño en términos de prosperidad y posibilidades laborales para los trabajadores. Reconociendo de antemano la gravedad de la situación y siendo conscientes de sus implicaciones de futuro, creo sin embargo que sería interesante analizarla desde otro punto de vista e introducir nuevos parámetros en el debate.

En primer lugar, el mensaje no somos competitivos suena a los oídos del trabajador como una acusación de responsabilidad directa. En este caso, cabría hacerse una pregunta: ¿qué relación existe entre el día a día de los trabajadores y el estado de competitividad y productividad de un país? Lo cierto es que el discurso económico transcurre en paralelo con nuestra vida cotidiana, pero la distancia que separa ambas realidades puede llegar a ser muy grande. Lo que el ciudadano sí termina sufriendo es la repercusión de la situación económica en su vida diaria, porque el augurio suele tener corolario: como el país no es competitivo y hay que incrementar la productividad, las empresas se ven forzadas a tomar medidas de carácter cada vez más tajante que, en general, buscan una reducción de su más importante partida de costes, la masa salarial.

Obviamente todo esto es una gran simplificación, pero nos permite abstraer un conjunto de aspectos fundamentales que parecen faltar en este necesario análisis sobre competitividad en España. El plano macroeconómico es, como su propio nombre indica, 'macro', es decir, utiliza parámetros que se encuentran muy lejanos del ámbito de influencia diaria que tenemos los ciudadanos. En el reciente estudio Competitividad y modelos de relación laboral en el siglo XXI, una comparativa europea, realizado en el Instituto de Empresa bajo el patrocinio de Adecco, hemos intentado acercar ambos mundos, y las conclusiones han sido en algunos casos sorprendentes. Trabajando con una base de 40.000 personas de 20 países europeos, hemos analizado qué distingue a las personas de los países más competitivos (como Suecia, Finlandia o Irlanda) de los que se encuentran en los puestos más bajos (España, Hungría o Portugal), en lo que respecta a sus valores personales o sus actitudes hacia el trabajo. Con ello queríamos explorar la veracidad de algunos tópicos sobre nuestra falta de productividad, como por ejemplo: ¿es que nos gusta menos trabajar que a otros ciudadanos?, ¿se vive tan bien en España que no tenemos estímulo para mejorar? o ¿nuestro sistema de valores es un impedimento para que seamos más competitivos?

Los datos comparativos con otros países revelan que algo de verdad hay en estas frases, en el sentido de que España parece ser una sociedad complaciente en lo que respecta a la valoración de su entorno económico y público. La percepción de felicidad y bienestar personal está, en nuestro caso, a la altura de países que disfrutan de una mayor desarrollo económico y social. Este hecho, que por una parte representa una buena noticia (¿quién no quiere un entorno más feliz?), tiene su contrapartida en la falta de motivación hacia el cambio, competencia cada vez más crítica en el metamorfósico mundo en el que nos movemos.

Al centrarnos en el mundo de la empresa y cómo la vivimos los trabajadores, es cuando percibimos una fuerte relación entre el nivel de competitividad de los países y algunos rasgos de gestión de las organizaciones, tales como permitir flexibilidad para planificar las horas de trabajo o dotar de una mayor autonomía al trabajador en las decisiones sobre su actividad diaria. El empleado de una sociedad que apoya la competitividad se siente más independiente, con más cancha por parte de la empresa, para organizarse y gestionar los temas que caen dentro de su ámbito de influencia. De alguna manera, podríamos afirmar que las empresas gestionan la productividad desde un entorno de mayor emancipación de sus profesionales.

Seguramente el término emancipación ponga los pelos de punta (más que el de empresa flexible) a muchos gestores de personas, que son conscientes del riesgo que supone ampliar los márgenes de decisión y autonomía, especialmente en determinados colectivos (recientemente comentaba con razón un colega que, al menos en su sector, la frontera entre la flexibilidad y el absentismo no esta nada clara). En este sentido, también hemos encontrado que las sociedades más competitivas poseen un mayor sentido de la disciplina personal y de la autonomía, frente a otro tipo de valores como el hedonismo o el cumplimiento de la norma, más propios de nuestro país. Por otra parte, obviamente los entornos paternalistas terminan reforzando (cuando no generando) conductas dependientes y poco comprometidas. Por tanto ¿cuál es la causa y cuál el efecto? La solución puede estar en el balance conceder autonomía y exigir profesionalidad. Para ello es necesario el diseño cuidadoso de políticas de recursos humanos que evalúen el rendimiento con rigor y parámetros de negocio, lejos del paternalismo de permanencia que ha caracterizado a la empresa española durante largo tiempo.

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