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20 años en la Unión Europea

Punto de inflexión en la historia de un éxito

En veinte años en la UE, España ha logrado un excelente rendimiento. Hoy es el más rico de los pobres y el más pobre de los ricos, y precisa nuevos impulsos para mantener la progresión

España cumple el próximo 1 de enero 20 años en la Unión Europea, dos décadas que figurarán entre las páginas más brillantes de la historia de este país. Pocos preveían, al norte de los Pirineos, un resultado tan espectacular. Casi tan pocos como los que ahora se percatan al sur de la cordillera de que la presencia de España en el club se encuentra en pleno punto de inflexión.

La Unión Europea acaba de cerrar la negociación de los presupuestos para 2007-2013, el último periodo en el que España seguirá recibiendo más de lo que aporta a las arcas comunitarias. La popularidad del proyecto europeo entre la población española puede empezar a resentirse ahora que los flujos de inversión soplan hacia Europa del Este. Y, como dato significativo, el debate sobre el resultado de la cumbre presupuestaria ya no se ha centrado en los fondos que recibirá España (70.000 millones de euros en siete años) sino en su saldo neto con Bruselas (16.000 millones).

Los sectores industriales más maduros, como automoción o textil, han empezado también a acusar este año tanto el impacto de la ampliación de la UE como la aparente impotencia de Bruselas ante la dinámica impuesta por la globalización. Europa puede pasar de ser el bálsamo para todos los males a ser percibida como la causa de algunas desgracias o como el médico cuyas recetas empeoran la enfermedad.

España ha ganado importancia, pero no es lo bastante grande ni lo bastante rica para ser imprescindible

Los españoles fueron los primeros que respaldaron en referéndum el proyecto de Constitución europea

La continua ampliación del club (en 2007 entrarán Rumanía y Bulgaria, y poco después, Croacia) también amenaza con dejar descolocada políticamente a España. En 20 años se ha convertido en un socio de referencia, pero sigue sin ser un país grande, ni fundador ni extremadamente rico. A diferencia de Francia o Alemania, piezas imprescindibles para cualquier iniciativa comunitaria, el peso de España depende en cada momento de su capacidad para crear complicidades con otros socios y mantenerse alerta a los vientos que soplan en Bruselas.

Y en el terreno diplomático, como en los mercados financieros, los beneficios históricos no garantizan los rendimientos futuros. España ha demostrado una gran habilidad en todas las negociaciones intergubernamentales, desde la cumbre de Edimburgo (1992), cuando Felipe González arrancó el Fondo de Cohesión, hasta la de Niza (2000), donde José María Aznar logró un número de votos en el Consejo similar al de los países más poblados.

Pero la estrategia diplomática y política también ha sufrido en los últimos años serios batacazos. En la recta final hacia la ampliación de 2004, el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, planteó un fallido memorándum sobre las consecuencias económicas para las regiones españolas del ingreso de países con una renta mucho más baja que la media comunitaria. El resto de socios ignoró la reclamación española y la ampliación se realizó sin ninguna garantía sobre los futuros fondos.

La tarea quedó pendiente para las negociaciones presupuestarias que acaban de concluir, en las que el Gobierno tampoco ha demostrado gran seguridad sobre el terreno diplomático que pisaba. El presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, vetó el acuerdo en junio, tras una cumbre en la que dio la impresión de que la presidencia luxemburguesa de la UE obviaba las peticiones españolas.

Seis meses después, Zapatero aceptaba una oferta británica sólo ligeramente superior y las valoraciones se dividían entre el alivio por un resultado menos malo de lo previsto y el alarmismo ante una catástrofe sin precedentes. Pero nadie, salvo el equipo negociador, habló de victoria de la diplomacia española.

Con todo, España había dado muestras de desorientación durante la Convención donde se fraguó el proyecto de Constitución europea. Aznar desconfió desde el principio ese nuevo formato de negociación y no participó en las continuas propuestas franco-alemanas que modelaron el proyecto. Madrid desaprovechó incluso la presencia privilegiada que disfrutaba en los órganos de dirección de la Convención y se desmarcó por primera vez desde su ingreso de uno de los proyectos políticos de integración comunitaria. En la última sesión de la asamblea constituyente, la entonces ministra de Exteriores, Ana Palacio, protagonizó la extraña escena de brindar por el proyecto nada más anunciar que España podría vetarlo.

La invasión estadounidense de Irak precipitó el definitivo alejamiento del Gobierno de Aznar de los tradicionales aliados de España. Madrid se alineó con Londres frente al eje franco-alemán, contrario al sesgo belicista de la administración de George W. Bush. El nuevo Gobierno socialista restableció en seguida los lazos con París y Berlín, pero sólo para descubrir que en la Europa ampliada los vectores de poder ya no son tan lineales y muchas veces, incluso, son contradictorios.

España se adentra en la nueva era con el presidente Jacques Chirac como único aliado claro. Pero el mandato del veterano político francés expira en 2007 y nadie cuenta con reelección. Y los aspirantes a sustituirle, de momento, no encajan con el perfil que mantiene el Gobierno española en Europa: o bien, un populismo de derechas con tintes xenófobos, con Nicolas Sarkozy como líder, o un inmovilismo económico de izquierdas a cargo de Ségolène Royal o Jack Lang, entre otros.

La nueva Europa podría materializarse en 2007, cuando el relevo en el Elíseo permita a la canciller alemana, Angela Merkel, recuperar el proyecto constitucional y plantear alguna iniciativa de integración política para evitar que el club se diluya con tantos miembros.

España se encuentra en una posición privilegiada para sumarse a los futuros proyectos de integración, con un enorme capital de credibilidad política ganado desde el 1 de enero de 1986, sobre todo teniendo en cuenta el punto de partida. Entró en el club comunitario por la puerta de atrás, después de 15 años en la sala de espera (entre la primera petición, ignorada, en 1962, y la definitiva de 1977) y ocho de largas y tortuosas negociaciones. No era un socio bienvenido ni por su inestabilidad política (recién salido de una dictadura) ni por sus condiciones económicas (mano d e obra muy barata y un sector agrícola potencialmente competitivo para Francia).

Pero la Comunidad Europea acabó beneficiándose de una ampliación que incorporó al mismo tiempo a los dos Estados de la península Ibérica. Y España demostró enseguida que su apuesta por la democracia, el desarrollo económico y la integración política con Europa era definitiva.

Veinte años después, España se ha convertido un socio de referencia, tanto en términos de convergencia económica (su PIB es ya el 98% de la media comunitaria con 25 socios y del 89% con los antiguos 15) como de vanguardia comunitaria (miembro de la zona euro y del acuerdo de fronteras, dos áreas en las que no participa toda la UE). España reclama además una presencia significativa en todos los grandes proyectos industriales europeos, desde la fabricación de un Airbus hasta el lanzamiento de los satélites de Galileo.

'Nos ven como el ejemplo de un país que triunfa, que consigue lo que se ha propuesto', afirma Josep Borrell en el balance sobre la integración española realizado por el Parlamento europeo. Borrell es el tercer español en presidir ese Parlamento en las tres legislaturas y media que han transcurrido desde el ingreso en 1986. Todo un símbolo del hueco que han sabido abrirse en Bruselas los políticos y funcionarios españoles, que no se han conformado nunca con las cuotas de poder previstas en los Tratados.

España aportó a la Unión, además de un mercado de 40 millones de personas, la savia nueva y la ilusión por la integración europea que empezaban a faltar en un club de 30 años. Los ejemplos abundan. Gil Carlos Rodríguez Iglesias presidió el Tribunal de justicia europeo durante nueve años (1994-2003). Juan Manuel Fabra Vallés dejó en enero de 2005 la presidencia del Tribunal de cuentas europeo después de tres años en el cargo. Y Javier Solana ocupa desde 1999 la secretaría general del Consejo europeo, y como Alto Representante se ha convertido de facto en el primer ministro de Exteriores de la Unión.

Lo cierto es que la presencia española no ha dejado de aumentar desde 1986 en el 'barrio europeo' de Bruselas. Y es nutrida en todas las escalas del funcionariado comunitario, así como en los círculos profesionales que giran en torno a las instituciones, desde los grupos de presión (lobbies) a las compañías de relaciones públicas, sin olvidar los cientos de contratos en prácticas que organismos públicos y empresas privadas ofertan cada año en la capital europea. La comunidad hispanoparlante es ya suficientemente abundante como para mantener en el cogollo comunitario una librería de textos en español, y varios locales de hostelería especializados en la gastronomía de la morriña.

En definitiva, la posición española se ha consolidado en la arena comunitaria. En la zona euro, donde se ha producido la mayor cesión de soberanía nacional hasta ahora, España cuenta, por ejemplo, con el derecho tácito a un miembro permanente en el comité ejecutivo del Banco Central Europeo, privilegio que, de momento, sólo se han arrogado Alemania, Francia e Italia.

Los 20 años en el club han dado a España, además, la veteranía suficiente para codearse en las negociaciones con los países grandes. Pero su modelo de transición política y de modernización económica le puede granjear también la simpatía diplomática de los socios del Este, ávidos de emular una convergencia tan vertiginosa como la española.

España puede aprovechar todos estos activos para ganar peso político en la orientación de la futura Unión Europea, cualquiera que sea el esquema que adopte el club con 27 o 30 socios. 'España debe seguir teniendo un protagonismo activo, no conformarse con seguidismo de nadie o estar en una posición acomplejada', recomienda el eurodiputado popular Íñigo Méndez de Vigo.

La crisis de identidad de la UE podría desencadenar, según algunos analistas, la escisión de la zona euro, que continuaría avanzando en solitario en términos de coordinación económica y armonización fiscal. Otros estudios resucitan el viejo fantasma de la Europa de las dos velocidades, con círculos distintos de integración, pero previsiblemente concéntricos respecto al núcleo duro de la UE (Alemania, Francia y Benelux). En cualquier caso, la administración española necesitará mantenerse atenta para apostar o dirigir, llegado el caso, por el grupo que lidere las nuevas vanguardias europeas.

Raúl Romeva, eurodiputado de los Verdes, cree que ha llegado el momento de cambiar de mentalidad. 'Hasta ahora, en España hemos sido pasivamente europeístas. Es decir, nos parecía que simplemente por venir de Europa ciertas propuestas ya eran modernas'. La reciente ampliación y las vendieras, sin embargo, van a hacer, a juicio de Romeva, que 'cada vez sea más difícil gestionar esta pluralidad de intereses. La respuesta a este punto inflexión es un verdadero salto y apostar, de una vez por todas y sin titubeos, por una Unión Política y una Europa Social'.

La entrada de España y Portugal no sólo benefició a los nuevos socios. Esta tercera ampliación sirvió también de revulsivo para la comunidad. Enseguida se pusieron en marcha las iniciativas que desembocaron en la creación del mercado interior y el nacimiento del euro. Y España impulsó las políticas de interior y justicia a nivel comunitario.

Madrid se convirtió, además, en el ariete de la política de cohesión y del concepto de ciudadanía europea. El Gobierno de Felipe González lograría la introducción de un Fondo de Cohesión que compensase a los países menos desarrollados por los esfuerzos necesarios para cumplir los criterios de Maastricht sobre déficit, deuda pública e inflación (imprescindibles para la incorporación al euro). Los países del Este que entraron en mayo de 2004 están ahora llamados a beneficiase de aquel logro.

Cómo sería España fuera de la Unión

Resulta imposible saber cómo serían España y la Unión si sus destinos hubieran seguido separados. Pero no parece arriesgado afirmar que en ambos casos la situación sería peor que la actual. España ha dejado de 'ser diferente' y la Unión dejó de ser un club de países ricos para convertirse en un ámbito de solidaridad que contribuye a la prosperidad de todo el continente.España ha sido hasta ahora la principal beneficiaria de esa política de cohesión, pero ya está contribuyendo para que los nuevos socios comiencen a desarrollarse. La aportación española al presupuesto de la UE ha aumentado un 50% en los últimos años (hasta los 9.000 millones de euros en 2004). Y el acuerdo presupuestario para 2007-2013 prevé que España aporte 15.000 millones de euros para los fondos estructurales que recibirán los países del Este.'Aunque es evidente que el acceso a los fondos europeos ha sido fundamental para mejorar en todos los sentidos, las bondades de nuestra pertenencia a la UE no deben medirse solamente en términos económicos', señala Raúl Romeva, eurodiputado verde, en el documento del Parlamento europeo sobre el vigésimo aniversario del ingreso de España. 'Gracias a la Unión hemos dado saltos de gigante en cuestiones sociales, medioambientales, de libertades y de derechos fundamentales'. Baste, como ejemplo, un dato tangible: de las 375.00 hectáreas de espacios naturales protegidos en 1986 se ha pasado 20 años después a casi tres millones de hectáreas.España también libró desde 1990 la batalla a favor de la libertad de circulación y de residencia de los ciudadanos europeos. La solidaridad económica y la desaparición de las fronteras siguen siendo dos de las principales señas de identidad de la actual Unión Europea.El empuje de España al proyecto europeo aún no ha flaqueado. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero asumió el riesgo de convocar el primer referéndum sobre la Constitución europea, con el convencimiento, confirmado por las urnas, de que el pueblo español ratificaría el proyecto. Y pese a las esquivas decisiones de Francia y Holanda, el proyecto de Constitución europea sigue despertando todavía la simpatía de los ciudadanos españoles.

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