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Columna
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La hora de la verdad

La cumbre de la OMC en Hong Kong. La conferencia de ministros de la Organización Mundial del Comercio que hoy se inaugura en la ciudad asiática forma parte de la ronda para el desarrollo, pero inicia sus trabajos entre el pesimismo de las delegaciones y las protestas contra la liberalización. Los autores analizan varias causas de este proceso

Cada día resulta más inadecuado el procedimiento de adopción de acuerdos y toma de decisiones en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Se trata de alcanzar la unanimidad de cerca de centenar y medio de países, con capacidad de influencia absolutamente dispar, sobre la globalidad del comercio mundial, para un periodo futuro amplio y, por tanto, afectando los legítimos intereses económicos y sociales en todo el planeta.

Independientemente de los prolongados trabajos técnicos previos, las cumbres tienen todos los ingredientes para transformarse en un circo mediático. Como ya ocurrió en Seattle y en Cancún, el ambiente contra la Política Agraria Común (PAC) ha venido calentándose durante meses desde las más variadas plataformas y, frecuentemente, con un conocimiento muy superficial sobre la realidad de la economía y del comercio internacional. Acabar con las ayudas agrícolas de los países desarrollados y abrir 'de par en par' sus fronteras al comercio se ha convertido en la fórmula mágica para lograr el desarrollo de los países pobres, avanzar en la lucha contra el hambre en el mundo e incentivar el crecimiento económico generalizado.

Desde esa plataforma ideológica liberal se pretende retroceder a la primera época colonial, en que la metrópolis se abastecía del comercio ultramarino y de la que quedan numerosos sectores plenamente liberalizados, caso del té, el cacao, el café y otras muchas materias primas, cuyo comercio no ha provocado precisamente la distribución de la riqueza, ni la desaparición de la miseria en los países exportadores. La generación de riqueza que dicha extracción y comercio provocó, a partir de la experiencia de la Compañía Británica para las Indias Orientales, atrajo a las grandes corporaciones internacionales que, habitualmente se enfrentaron a Gobiernos frágiles o corrompibles. En otros casos se recurrió a la desestabilización política o directamente a la intervención militar en casos suficientemente estratégicos, para garantizar el control directo o indirecto de abastecimientos imprescindibles.

En el comienzo del siglo XXI estamos sin duda en una nueva fase del proceso de internacionalización económica. Los sistemas de información y comunicación, así como el avance tecnológico en general, han permitido el contacto directo entre culturas y civilizaciones muy alejadas, difundiendo por todo el planeta un modelo socioeconómico de consumo que, a su vez, empieza a ser insostenible en los propios países centrales de Occidente.

El modelo es desequilibrado y da muestras evidentes de agotamiento desde una perspectiva energética, medioambiental y social. La plena liberalización del comercio y la especialización productiva internacional responde a una utopía irrealizable, que colapsaría los océanos, provocaría destrozos medioambientales irreversibles y una sociedad cada día más dependiente e insegura. Nadie se ha planteado la incompatibilidad entre dicha liberalización y la contención del cambio climático.

Las grandes corporaciones europeas han presionado en Bruselas para lograr un acuerdo en Hong Kong, ya que son las grandes beneficiarias de una liberalización que les exime del cumplimiento de las estrictas reglas y normas sociales, económicas y medioambientales europeas. De hecho exigen frecuentemente la 'flexibilización' de los mercados, como vía de mejora de la productividad y la competitividad.

Pero, en el sector de la agricultura y la alimentación la UE ha desarrollado uno de los sistemas normativos más complejos que pueda imaginarse. El traslado de dichas exigencias y restricciones a los productos importados reduciría su volumen drásticamente, incluso reduciendo a cero los aranceles y las ayudas agrícolas. Pero tampoco parece razonable segmentar el mercado entre los productos indígenas y los importados, cumpliendo cada uno de ellos reglas absolutamente dispares.

Es una abismal diferencia en las condiciones institucionales y estructurales que rigen la economía internacional lo que está dificultando la apertura de los mercados. El caso de la normativa en materia de 'bienestar de los animales' es un ejemplo adecuado. Cumplir la estricta normativa europea puede suponer la inviabilidad de la producción europea y con ello la desaparición de dichas especies en nuestro solar, grave contradicción para quienes desean su 'bienestar'. Es similar a la existencia del toro de lidia. Si no hubiera corridas, como muchos desean, ya no existirían. Sin duda habrían dejado de sufrir, al precio de no existir.

Con las restricciones en materia medioambiental puede llegar a ocurrir lo mismo, una normativa que impida la rentabilidad empresarial puede llevar al abandono de la actividad agraria y a la destrucción del paisaje y de los actuales ecosistemas. Y no debe olvidarse que sin rentabilidad privada, la gestión del territorio dependerá del gasto público. Por tanto, el proceso de liberalización comercial internacional no podrá avanzar de un modo estable si no tienden a aproximarse las condiciones que definen los mercados y permiten una leal competencia. Ese día sobrarán las ayudas agrícolas y los aranceles.

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