Marcos laborales autonómicos
El proceso de reforma de los estatutos de autonomía ha reavivado el debate sobre si la unidad de mercado requiere necesariamente una regulación uniforme de las relaciones laborales. El autor analiza esta posibilidad, que cree factible pero no conveniente
La reivindicación, ya antigua, de implantación, en determinados territorios, de un 'marco propio de relaciones laborales', ha tropezado, hasta el presente, con la resistencia patronal y sindical, así como de la gran mayoría de las fuerzas políticas, que han venido considerando que la unidad de mercado imponía una regulación uniforme, en su seno, de la contratación y prestación de trabajo.
Sin embargo, al hilo del proceso de reforma de los estatutos de autonomía, ha vuelto a plantearse, y esta vez, parece, con un más amplio soporte, la asunción de competencias sobre relaciones laborales por las comunidades autónomas. Las voces a favor de un marco unitario de relaciones laborales ya no son, además, tan nítidas dentro de las organizaciones sociales, de tal forma que la polémica interna, en particular en los sindicatos, alcanza a los principios hasta ahora intocables de actuación unitaria en los distintos territorios.
La diversificación en materia laboral puede afectar al papel verte-brador de los sindicatos y organizacio-nes empre-sariales
Esto nos debe mover a algunas reflexiones. ¿Exige realmente la unidad de mercado la uniformidad del marco regulador de las relaciones laborales? Hasta ahora, prevalecía la opinión de que un verdadero mercado único no toleraba, en su seno, la regulación diferenciada de uno de sus elementos fundamentales, como es el mercado de trabajo. Y, por eso, se defendía que el avance en la construcción de la unidad de mercado europea debía implicar un proceso de armonización, cada vez más intenso, de los ordenamientos laborales de los distintos países.
El alcance de ese proceso de armonización ha sido, sin embargo, como se sabe, muy limitado. Se ha avanzado en la construcción del mercado interior, pero no existe un modelo social europeo (sí, claro es, rasgos comunes a los distintos modelos) ni, mucho menos, un derecho social europeo relevante. Las primeras directivas sociales se referían a cuestiones concretas que podían afectar al funcionamiento del mercado común (y relacionadas, por regla general, con situaciones de crisis empresarial: despidos colectivos, transmisión de empresas, protección de los trabajadores ante la insolvencia del empresario). Con posterioridad, el diálogo social comunitario ha permitido avanzar en algunas materias (relacionadas, por lo general, con el tiempo de trabajo), y sólo en el terreno de la igualdad de trato en función del sexo y en el de la libertad de circulación de trabajadores ha existido un verdadero derecho común.
Si tenemos esto en cuenta y le unimos el reproche que desde las instancias comunitarias se nos dirige reiteradamente, y que no es otro que la falta de diversificación regional de condiciones de trabajo (en particular de los niveles salariales), podríamos llegar a la conclusión de que existe margen, y no sólo eso, sino que también hay incentivos, para transferir a las comunidades autónomas las competencias de regulación (no simplemente ejecutivas) en materia laboral y permitir, así, un proceso de diferenciación, al menos potencial, de los marcos reguladores y de las condiciones efectivas de trabajo.
Probablemente sea así. Exigiendo con todo rigor el respeto de la libertad de circulación y de establecimiento (lo que no siempre sucede en algunos de los planteamientos que se están barajando) y evitando situaciones que afecten a la libre competencia en el seno del mercado (por la vía de pretendidas ayudas sociales o al empleo), la experiencia nos ha demostrado que se puede avanzar en la construcción de un mercado único sin una armonización de los ordenamientos sociales. Cabría, por tanto, también, mantener la unidad de mercado ya existente y abrir la vía a marcos diferenciados de relaciones laborales.
Creo, sin embargo, que no se debe avanzar por ese camino sin un profundo debate y sin una reflexión detenida. Que la diversificación sea posible (o compatible con la unidad de mercado) no significa que sea conveniente. Puede afectar al papel vertebrador de los sindicatos y de las organizaciones empresariales y puede concebirse de muy diversas maneras. Podría bastar, para hacer frente a las peculiaridades, con una negociación colectiva más diferenciada, más atenta, como quiere la Unión Europea, a las posibilidades de diferenciación de los salarios en función de las situaciones locales, regionales y sectoriales.
Ir más allá de esto, por un mero prurito de diversificación, de diferenciación del resto, puede iniciar una carrera que no sabemos adónde nos conducirá ni cuál va a ser su principio rector. Vistos algunos proyectos estatutarios actuales, y considerada la conjunción de fuerzas políticas que alienta el fenómeno diferenciador, corremos el peligro de iniciar una loca carrera contrarreloj en contra del sentido de la historia.
Si las competencias autonómicas fuesen a ejercerse en un sentido modernizador de las relaciones laborales, liberalizando el desarrollo de las mismas y apostando por un marco de adaptabilidad y flexibilidad empresarial favorable a las inversiones y al desarrollo productivo, la sana competencia autonómica en el ámbito social podría ser bienvenida. Lo más probable, sin embargo, es que las intervenciones se orientasen en sentido contrario, aumentando la regulación y el contenido social de la misma y alimentando un proceso emulativo para ver quién es más progresista y más social. Y si es así, que el desastre, que llegará, nos coja confesados.