Nueva Orleans: la decadencia de EE UU
El drama humano que han vivido los habitantes de Nueva Orleáns, y que hemos contemplado con estupor, compasión e indignación, tiene una explicación simple y en apariencia obvia, y otra más profunda pero menos evidente.
La primera tiene que ver con la increíble incapacidad de los actuales gobernantes norteamericanos y con la inadecuación del sistema de reparto de competencias para casos de emergencia. La segunda tiene que ver más bien con los fallos de un orden social, las quiebras de un sistema económico y en definitiva la decadencia de un proyecto nacional. Para ponerlo en dos palabras: la responsabilidad principal de ese inmenso dolor humano no recae tanto sobre las actuales autoridades, como sobre el sistema que hizo posible la elección de esas autoridades y la selección de las víctimas. No son los errores del presidente Bush y su Gobierno las verdaderas causas del desastre, sino la creciente decadencia de Estados Unidos como nación.
Efectivamente, el huracán Katrina ha puesto de manifiesto defectos, insuficiencias, contradicciones, injusticias, y en definitiva amenazas a la vida de los ciudadanos, que se han ido consolidando en Norteamérica, mucho antes de que Bush fuera presidente.
Para comenzar, los Estados Unidos de América son una nación dual: dos sociedades en una. Una sociedad dual, como se da en Guatemala, Brasil o Sudáfrica, se caracteriza por la coexistencia bajo la misma jurisdicción política, y en la misma estructura económica de dos clases de gentes, que se distinguen por la riqueza, la raza, el lugar en que viven, las relaciones sociales, el acceso al conocimiento y su poder social.
Todo el mundo ha podido comprobar que las víctimas de Nueva Orleans pertenecían a una parte de la sociedad americana completamente diferente a la que manda en el país. æpermil;sta se pudo poner a salvo a tiempo. Además, el Gobierno federal y el de los Estados es normalmente un Gobierno de ricos para ricos. El acceso a los puestos de Gobierno, tanto a la presidencia de la nación, como al sheriffato del pueblo, requiere una apropiada cantidad de dinero para financiar las campañas. Dado que el financiamiento público de las campañas apenas existe -de hecho corre a cargo de individuos y empresas con intereses concretos, cuya defensa esperan de los elegidos con su dinero-, no es de extrañar que presidentes elegidos por el gran capital se dediquen afanosamente a reducir impuestos a los ricos, aunque eso genere déficit fiscales que justifican luego reducciones de los gastos sociales.
Como consecuencia, Estados Unidos tiene un nivel de pobreza impropia de un país tan rico, y escandalosa desde el punto de vista de los derechos humanos en una democracia. Hace unos pocos días la Oficina del Censo publicaba los últimos datos sobre la pobreza, y reseñaba un pequeño aumento del número de pobres en 2004 (¡de 1,1 millón de americanos, en medio de una recuperación económica!). En Nueva Orleans el número de los pobres es el doble (un 26%) de la media nacional. Ya vimos sus caras, cómo viven y cómo han muerto.
El Gobierno de los ricos tiene un marcado e irrefrenable desprecio de todo lo público, menos cuando les beneficia a ellos. En tiempos de Ronald Reagan se hizo famoso el eslogan: 'El Estado no es la solución, el Estado es el problema'. El desprecio a lo público se manifiesta, entre otras cosas, en el descuido -criminal en este caso- de las infraestructuras públicas. Hay muchas denuncias bien fundadas del lamentable estado de las carreteras, puentes, canales, aeropuertos, y desde luego, diques de contención, en muchas partes de Estados Unidos. Que se haya estado distrayendo sistemáticamente dinero de los diques de Nueva Orleans para pagar a los Haliburton y afines en Irak, como denuncian muchos comentaristas, es el resultado lógico del desprecio estructural al mantenimiento de las obras públicas.
Más grave es quizás el desprecio de los sistemas públicos de salud, y de la salud pública. Lo que trae como consecuencia que la población de Estados Unidos en su conjunto sea probablemente la menos sana de los países ricos, a pesar de ser el país que más gasta en la industria de la sanidad. La tasa de mortalidad infantil en Washington DC en 2002 (11,5 bebés por mil nacidos al año) era el doble de la de Pekín (4,6 por mil). Han muerto muchos niños en Nueva Orleáns. Es lo que les toca.