Cuando la ética se hace ley
A veces la ética se convierte en ley, y la ley se convierte en ética, o eso es lo que parece. Vivimos en un estado de permanente tensión legislativa, queremos legislar sobre todo, incluso sobre lo ya legislado, ignorando la existencia de normas legales que regulan lo que al parecer nos impone una ética de última hora. Incluso, abundando en el confusionismo entre lo jurídico y lo ético, proponemos códigos éticos sobre lo que ya viene impuesto por normas legales, demostrando, una vez más, que para esta sociedad de marketing, la ética es un mero trasunto de la estética, lo que debe ser subordinado a lo que queda bien.
Traigo a colación esta reflexión a propósito de la llamada responsabilidad social corporativa, que se está convirtiendo en un auténtico fenómeno empresarial, y que puede cobrar todavía un mayor protagonismo con la constitución de una comisión gubernamental para estudiar su posible regulación por ley.
No es fenómeno nuevo, pero viene experimentando un gran desarrollo a raíz de la propuesta del Pacto Mundial formulada por Kofi Annan en el Foro Económico de Davos en 1999, y de la propuesta de la Comisión Europea sobre un Libro Verde de responsabilidad social de las empresas de 2001.
Para la UE la responsabilidad social corporativa es la 'integración voluntaria por parte de las empresas de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales y en sus relaciones con los interlocutores.' Es decir, según el Libro Verde, se trata de anudar la gestión empresarial a un compromiso social y medioambiental, de ampliar el concepto mismo de beneficio económico, y hacerlo compatible con los derechos sociales y con el desarrollo sostenible.
Ahora bien, ¿ante quién responde una empresa? O lo que es lo mismo, ¿quién puede hacer efectiva esa responsabilidad social corporativa? Parece evidente que la sociedad sólo responde ante sus accionistas, sus shareholders. Y ante el Estado, si incurre en alguna ilegalidad. Esta es la confusión entre lo ético y lo jurídico que no comparto. Si una empresa conculca la normativa medioambiental de vertidos, de contaminación acústica o cualesquiera otras reglamentaciones administrativas incurrirá en la pertinente infracción administrativa susceptible de sanción. Y lo mismo ocurrirá si esa misma empresa desconoce o vulnera los derechos laborales reconocidos a sus trabajadores por la legislación laboral vigente.
Luego, aquí no hay una integración voluntaria de las preocupaciones sociales o medioambientales, sino la preceptiva aplicación de las normas legales vigentes. No hay pautas de conducta, estándares de comportamiento o códigos morales, a los que voluntariamente una empresa pueda adherirse, sino normas jurídicas de indeclinable aplicación.
Otra cosa es que una empresa voluntariamente quiera comprometer parte de sus beneficios en la ayuda al tercer mundo, los programas de atención a la infancia o la ayuda a los damnificados por una catástrofe natural. Aquí sí exterioriza un compromiso ético, que seguramente publicitará en los envases de sus productos porque la ética vende, pero que no puede ser objeto de una regulación legal. Es decir, la ética tiene su espacio, y el Derecho el suyo, y no pueden confundirse ambas esferas. En el Derecho anglosajón esa diferencia es muy clara cuando se distingue entre la norma dura (hard law) y la norma blanda (soft law); una cosa es la norma jurídica, y otra la norma ética que impone una pauta de comportamiento.
El problema radica en el posible incumplimiento de los estándares de comportamiento que publicitan las empresas. Parece que su sanción debe consistir en la reprobación social pero no legal. Son los propios consumidores los que deben reprobar a la empresa que incumple sus compromisos sociales dejando de comprar sus productos, pero no las leyes.
Hace poco Cinco Días publicaba que Georg Kell, presidente del Pacto Mundial, requería a las empresas adheridas, información sobre sus progresos en responsabilidad social so pena de considerarlas inactivas y expulsarlas del referido Pacto. Esta es la sanción que conlleva una norma ética, la publicidad de su incumplimiento, nunca su regulación por ley.
Del mismo modo que no puede imponerse un código de buen gobierno corporativo, tampoco puede imponerse un código de buenas prácticas. No es el terreno de la ética, que no necesita un marco legal que lo defina, y debe moverse en el ámbito de la autorregulación, como valor añadido de la gestión empresarial de la entidad que comercializa sus productos en el mercado, y que, porque no, puede competir, también en este ámbito, con los demás agentes económicos.