_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La reforma pendiente

En la agenda de la política fiscal quedan algunos temas pendientes, uno de ellos es la futura reforma de la imposición de sociedades. La relativa bonanza de nuestra situación económica, sobre todo en relación a nuestros socios comunitarios, y la solidez de los fundamentos de nuestra estabilidad macroeconómica han permitido emprender en los últimos años importantes reformas estructurales, entre ellas las reformas de la imposición directa. El importante proceso de consolidación presupuestaria emprendido por nuestro país desde 1995 ha sabido conjugarse con un crecimiento económico intensivo en creación de empleo, y con la reducción de los tipos impositivos.

No me corresponde a mí entrar en el debate económico sobre la bondad o maldad intrínseca de dejar jugar a los estabilizadores automáticos, o la necesidad de utilizar la política presupuestaria en momentos de atonía cíclica. Lo cierto es que esta política fiscal ha permitido reducir los tipos impositivos y aumentar la recaudación, vía ensanchamiento de las bases tributarias. La curva de Laffer ha desplegado toda su virtualidad.

Sin embargo, la reforma de la imposición sobre la renta de las personas físicas se ha llevado casi todo el protagonismo, con el consiguiente efecto, nada despreciable, de aumento de la renta disponible de las familias y del consumo doméstico. El impuesto de sociedades se ha visto relegado a un segundo plano. Es cierto que se han producido importantes reformas, como la deducción por I+D+i o el tipo reducido para las pymes. Pero parece que habría que ir más allá, sobre todo en un impuesto tan íntimamente conectado con la economía productiva, con la competitividad de nuestro tejido empresarial y con la capacidad de nuestro país para atraer inversiones extranjeras. Sin olvidar el dato cuantitativo, estamos hablando del tercer impuesto en términos de recaudación, que el año pasado proporcionó a la Hacienda Pública, por el ejercicio fiscal de 2003, unos ingresos de 24.773 millones de euros, según datos del avance de liquidación, importe que, según la previsión presupuestaria para este año, por el ejercicio del 2004 puede incrementarse en un 12 %.

¿Hacia dónde debe ir la reforma? El servicio de estudios del Registro de Economistas y Asesores Fiscales (REAF) reclamaba recientemente una rebaja sustancial y perceptible del tipo impositivo. No les falta razón, España, junto con Grecia y Malta, es el Estado de la UE con un tipo nominal más elevado (35%). Alemania aplica un 26,5%; Gran Bretaña, un 30%, e Irlanda, un 12,5%. Ciertamente el tipo efectivo es más reducido, pero lo que visualizan los agentes económicos es el tipo nominal y, en un escenario económico abierto, con libertad de movimiento de capitales, y una cierta dosis de competencia fiscal entre Estados, cuya embrionaria armonización fiscal podría afectar tan sólo a la determinación de la base imponible de las pymes, no parece precisamente un aliciente para atraer inversiones extranjeras. Naturalmente, como toda propuesta fiscal debe ir acompañada por el consiguiente estudio sobre impacto recaudatorio, pero sin olvidar el efecto positivo que produciría en términos de reactivación de la economía productiva y la creación de empleo y, por tanto, su compensación con mayores ingresos tributarios procedentes de otros conceptos impositivos.

El REAF hablaba también de la racionalización del denso sistema de deducciones, la eliminación total de la doble tributación de dividendos o la mejora del régimen de sociedades patrimoniales. Sin duda son temas importantes a tener en cuenta, pero no debemos olvidar otros aspectos no menos importantes, la efectiva aplicación de las leyes sin ir más lejos. En este país legislamos demasiado, una espesa inflación normativa gangrena el BOE y, a menudo, descuidamos su aplicación práctica. De nada sirve tener un atractivo régimen fiscal que incentiva la inversión en I+D+i si luego no se aplica. España está a la cola de la UE en esta materia -y no hace falta recordar la importancia de dotar de valor añadido a nuestros productos en un escenario de integración monetaria y arancelaria-. O regular un régimen de neutralidad fiscal y diferimiento de tributación para las operaciones de reestructuración empresarial, si luego son sospechosas de perseguir una finalidad de elusión fiscal. Las leyes nacen con vocación normativa, y el operador jurídico debe ser sensible a ello, y ajeno a interpretaciones restrictivas, cuando no correctoras, que desvirtúan el sentido de la ley. De lo contrario lo que se produce es la frustración de su vocación normativa.

Archivado En

_
_