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Columna
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Asegurar las pensiones públicas

El descenso en el número de altas de jubilados en el sistema de pensiones públicas debido a la reducción que sufrió el número de nacimientos durante los años de la guerra civil del pasado siglo y los inmediatamente posteriores, junto con el enorme aumento de cotizantes consecuencia del brillante crecimiento del empleo en los últimos años -reforzado recientemente con la regularización de la situación laboral de muchos trabajadores inmigrantes-, han llevado a las cuentas de la Seguridad Social a una situación extraordinariamente positiva. De hecho, al contrario que en otras épocas recientes, el superávit de la Seguridad Social -que en su mayor parte va a integrar un fondo de capitalización de reserva del sistema- es lo que está permitiendo saldar las cuentas financieras de las Administraciones públicas en torno al equilibrio en los últimos años.

Tal situación ha despertado el apetito de unos y otros. Los casos más destacados son los de quienes proponen utilizar una parte de los ingresos de las cotizaciones para financiar los nuevos programas de gasto que puede poner en vigor la futura ley de tratamiento de la situación de dependencia, o los de quienes propugnan, a la vista del excedente de recaudación, reducir las cotizaciones sociales bajando de este modo el coste total del factor trabajo con el fin de mejorar la competitividad de las empresas españolas que, según algunos análisis, se habría deteriorado muy fuertemente en los últimos tiempos.

Yo creo que el Gobierno haría bien resistiendo estas u otras solicitudes que pudieran plantearse respecto al uso de los excedentes actuales del sistema de la Seguridad Social. El Gobierno es consciente de que, dadas las proyecciones demográficas, y si no se prolonga el periodo de cotización retrasando la fecha obligatoria de jubilación -idea en la que convendría insistir, a la vista de las previsiones de prolongación de la vida humana-, el sistema tal y como está diseñado entrará en déficit no más tarde seguramente del año 2015. La aproximación de esta fecha sin haber puesto remedio a las tendencias que empujan las cuentas del sistema a esa situación iría creando una atmósfera de incertidumbre que tendría efectos claramente negativos sobre el crecimiento a largo plazo. En esta tesitura, reducir las cotizaciones o emprender con cargo a ellas la financiación de otros programas sociales por encima de los que el sistema de la Seguridad Social ya tiene encomendados no parecen propuestas muy razonables.

Es en momentos como los actuales cuando se pueden llevar a cabo ajustes sin crear graves inquietudes

Naturalmente que estas propuestas son comprensibles. Por ejemplo, atender a las personas que se encuentran en una situación de dependencia social tiene perfecto sentido y va a representar costes significativos. Pero no es preciso que sean sufragados por el sistema de la Seguridad Social, como tampoco lo son, por ejemplo, las pensiones no contributivas, aunque pueden ser administradas por la misma Seguridad Social.

También es verdad que una reducción de las cotizaciones podría mejorar, aunque sólo fuera ligeramente, la situación de competitividad de nuestras empresas. No obstante, y aun aceptando que los costes laborales unitarios han evolucionando por encima del de los países de la unión monetaria europea, que son nuestros principales competidores y clientes, no parece que haya sido éste el principal factor de posible pérdida de competitividad en los últimos años. Basta comparar la evolución de los excedentes empresariales unitarios en España respecto de esos otros países para darse cuenta de que la marcha de los beneficios en nuestro país ha sido mucho mejor que en los países de la Unión.

Este contraste sugiere que, por un lado, estructuras de mercado poco eficientes permiten pasar los costes laborales al consumidor mediante subidas de precios que mantienen y hasta incrementan los beneficios unitarios, y por otro, que financiar estos niveles superiores de producción y costes requiere una política monetaria laxa que acomode los flujos financieros a las necesidades de una fuerte demanda interior. Y eso es justamente lo que tenemos en España en estos momentos con los tipos de interés fijados por el Banco Central Europeo en niveles reales negativos.

Por ello tienen un punto quienes, en defensa de la reducción de las cotizaciones sociales, invocan, por las razones inadecuadas, lo paradójico de mantener el equilibrio de las cuentas públicas a costa del excedente de la Seguridad Social. Ese punto es que, en efecto, ante la laxitud de la política monetaria, la política fiscal debería ser algo más restrictiva, registrando superávit superiores a los previstos para el conjunto de las Administraciones públicas y para reducir el nivel de deuda y bajar de manera considerable el coste de sus intereses, liberando recursos para programas como el de atención a la dependencia.

El Ministerio de Trabajo y el Gobierno conocen las tendencias hoy imperantes en el sistema de pensiones públicas y saben muy bien dónde se plantean los problemas. Saben también que es en momentos como los actuales cuando se pueden llevar a cabo ajustes sin crear graves inquietudes, particularmente si son ajustes modestos en el sistema de cálculo de la base de la pensión, reconsideraciones de la edad de jubilación y pequeños cambios en la política del abanico de pensiones los que, introducidos de manera gradual y progresiva en un periodo de 10 años, pueden garantizar la supervivencia holgada del sistema durante el próximo cuarto de siglo.

Por eso es conveniente que se reavive la discusión con los interlocutores sociales, sea de manera informal o de modo más explícito a través de la convocatoria del Pacto de Toledo, y que se vayan alcanzando rápidamente acuerdos que asienten el sistema de pensiones en sendas sostenibles. Pero, en todo caso, conviene recordar un principio que siempre ha informado la intervención pública en los sistemas de pensiones, que no es otro que el reconocimiento de que la subestimación de las necesidades futuras por parte de los individuos lleva a una asignación de recursos insuficiente para atender las necesidades de las mismas después del retiro de su vida activa. Esa y no otra es lo que ha llevado a los legisladores a considerar sistemas públicos de pensiones de carácter obligatorio incluso cuando no son de reparto sino de capitalización. Por ello mismo el Gobierno debe entender que incluso en ausencia de consenso, lo que ciertamente no sería deseable, viene igualmente obligado a tomar las determinaciones que estima pertinentes para resolver este asunto.

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