Una fuerte dosis de revulsivo
Las personas no aceptan el cambio más que por necesidad, y sólo ven la necesidad cuando hay una crisis'. Las palabras de Jean Monnet, uno de los fundadores de la Comunidad Europea hace 50 años, sirven de consuelo a los partidarios del sí a la Constitución, que aspiran a convertir en semilla fructífera la derrota sufrida en el referéndum de Francia.
La última esperanza para esos europeístas convencidos es que el posible fracaso de la Carta Magna continental sirva de revulsivo para la Unión Europea. El rechazo definitivo del texto, reconocen, agravaría la situación de parálisis que el club vive desde que dio el salto de la unión monetaria (1999) y amplió de golpe el número de miembros de 15 a 25 (2004). Pero, al mismo tiempo, crearía la sensación de vértigo y vacío que ha precedido a la mayoría de los avances en la integración europea.
El problema estriba en que esta vez el heterogéneo club carece del liderazgo y los objetivos necesarios para explotar la crisis. Ni siquiera sabe los límites geográficos (o su ausencia) del proyecto ni las cuotas de soberanía que todos los socios están dispuestos a compartir.
El apoyo popular flaquea y las autoridades nacionales, que a diferencia de las comunitarias tienen periódicas reválidas electorales, optan por las propuestas comunitarias menos ambiciosas. Los acuerdos se llenan de salvedades y excepciones para acomodar las sensibilidades dispares de los 25 miembros. Y funcionarios y diplomáticos negocian con una visión cada vez menos clara de la finalidad global del proyecto europeo.
'El no es un fracaso revelador de lo que ya existe', afirma un veterano funcionario que, como muchos otros, asiste impotente a la deriva del proceso de integración europea. La manida comparación de la UE con una bicicleta que cuando no avanza, se cae, se ha convertido en un sarcasmo después de que los ciclistas se hayan estrellado casi tantas veces como han buscado el respaldo popular.
Aunque el análisis oficial atribuye el último descalabro en Francia a un 'déficit de información', lo cierto es que en los días previos a la consulta la esperanza de los partidarios del sí se cifraba en una baja participación. La viveza del debate y la movilización del electorado han demostrado que, también cuando se sabe de Europa, se puede estar en contra.
Aun así, la élite europeísta sigue aferrándose, cinco décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial, a un modelo de construcción de Europa para el pueblo pero sin el pueblo. Las referencias a la contienda como justificación del proyecto pierden fuerza a medida que se sucede el relevo generacional y, tarde o temprano, acabarán sonando como mera coartada para alcanzar ciertos objetivos políticos.
El déficit democrático de las instituciones, asumido con normalidad en una Europa devastada por la guerra, empieza a resultar insoportable para las generaciones que desconfían de las estructuras supranacionales sin control político transparente. El propio diseño institucional, basado en un original triángulo que se apoya en la autoridad neutral de la Comisión Europea resulta ya ininteligible para la mayoría de los ciudadanos.
'El 70% de la legislación española procede de Bruselas', destacaba ayer mismo la importancia de esas instituciones comunitarias el secretario de Estado para Europa, Alberto Navarro. Pero el argumento tiene doble filo, porque toda esa legislación ha sido negociada por los ministros españoles de turno a puerta cerrada con sus homólogos de la Unión Europea. El Gobierno asume así un poder legislativo que corresponde al Parlamento.
El engranaje comunitario hace que, una vez aprobada la norma, el Congreso y el Senado deban ratificarla, con escaso margen de maniobra, so pena de que la Comisión denuncie al Reino de España ante el Tribunal de Justicia de la UE. La progresiva incorporación del Parlamento Europeo a la tramitación de directivas y reglamentos sólo ha mitigado ligeramente esa violación del tradicional reparto de poderes.
El remate de la mayoría de las normas sigue dependiendo del albur de unos regateos entre los Gobiernos que a menudo deparan carambolas como que la armonización de la fiscalidad del ahorro dependa de la cuota lechera de los productores italianos.
Los especialistas denuncian desde hace años la creciente pérdida de calidad que acusa la legislación europea como consecuencia de ese método de tramitación, problema agravado aún más por las dificultades lingüísticas (ya hay 20 idiomas oficiales). Por ejemplo, el acuerdo sobre reparto del poder pactado en el Tratado de Niza (2000), hoy en vigor, 'contiene incoherencias que, a pesar de semanas de negociación posterior, nunca fueron eliminadas del todo', han recordado en un estudio Richard Baldwin y Mika Widgrén, del instituto de estudios Centre for European Policy Studies.
Sin líderes
Joaquín Almunia, comisario europeo de Economía, cree que 'lo que no aceptan ya los ciudadanos es que, por el hecho de que un debate se realice a escala europea, se haga a puerta cerrada y en un lenguaje ininteligible'.
La unión económica y mercantil se había previsto al comienzo del proceso como mecanismo de transmisión para acabar superando esa desconexión con los ciudadanos. Pero a juicio de Mehmet Simsek, analista del banco de inversión Merrill Lynch, 'la integración económica no ha logrado que la integración política resulte más deseable a los votantes europeos'. En un informe previo al referéndum francés, Simsek añade que 'la opinión pública europea sigue tan poco convencida como en los años 50 de la necesidad, o al menos la conveniencia, de esa unión política'.
La eurocracia de Bruselas confía muy poco en la capacidad de los actuales líderes de los principales socios para sacar a la Unión de la grave crisis existencial que el referéndum galo ha puesto de manifiesto. Los pasillos comunitarios anhelan el relevo de un desacreditado Jacques Chirac, la resolución de la crisis en Alemania y la clarificación sobre las opciones de Gordon Brown para sustituir a Tony Blair. Confían en que llegue entonces el momento de la regeneración. Y funcionarios y diplomáticos advierten de que la debilidad actual de la Unión no se resuelve salvando algunas partes de la Constitución. Hace falta una cirugía más profunda.