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Tribuna
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Las prisas son malas consejeras

El autor, quien se suma al debate sobre financiación autonómica, sostiene que en esta negociación debe primar la prudencia. No se debe premiar la gestión de corto plazo, sino un modelo de Administración ágil y eficiente y de largo aliento

El modelo de Estado ha escenificado los episodios más polémicos de la discusión política en el último año sin que se aprecien cambios apreciables en las posiciones de partida de los principales protagonistas, al menos por lo visto hasta ahora. En este debate se mezclan todo tipo opiniones y propuestas que se vuelcan en el mismo saco si destilan aromas de debate territorial, pero probablemente las más delicadas son las relacionadas con la financiación.

Y a este respecto, de nuevo el mayor riesgo, al igual que sucedió con la negociación del actual modelo de financiación, es que nadie se detenga en cuantificar las necesidades de gasto con criterios de homogeneización de los servicios que demandan los ciudadanos a las administraciones públicas de las diferentes comunidades. Los argumentos de la discusión siguen centrados, como entonces, en una esfera más primaria, esgrimiendo todo tipo de razones interesadas en obtener una porción mayor de la tarta.

En el periodo 1964-2002 la tercera parte de la acumulación de capital por regiones se ha concentrado en sólo dos comunidades

Es evidente que las necesidades de dos servicios tan esenciales como la sanidad o la educación vienen determinadas por la estructura de la población y mientras unas comunidades defienden su rápido incremento como argumento para solicitar mayores recursos otras alegan razones igualmente convincentes, como su mayor tasa de envejecimiento, la mayor proporción de personas en edad escolar o las dificultades de garantizar estos servicios públicos en unas condiciones de mayor dispersión poblacional, por citar algunos ejemplos. Como ponderar todas estas consideraciones no es fácil y para ello se han creado grupos de trabajo de los que deberían obtenerse conclusiones lo suficientemente enriquecedoras como para evitar planteamientos simplistas o apresurados condenados a reformularse con demasiada periodicidad. Parece sano y oportuno que pudiera estar sujeto a un recálculo, tal y como sugiere la propuesta de Estatuto catalán, siempre buscando no premiar la gestión de políticas cortoplacistas que pudieran tener una coartada permanente con la revisión del modelo.

Objetivando la calidad y la universalidad del servicio público prestado se evitaría polemizar sobre otro tipo de consideraciones más partidistas. Afortunadamente existen más puntos en común entre algunas comunidades próximas geográficamente o en su estructura socioeconómica que entre regiones con la misma afinidad ideológica, lo que no deja de ser una garantía que permite confiar en la despolitización de algunos elementos claves que redundan en el nivel de vida de los ciudadanos y en la solidaridad interregional.

En este sentido, al igual que la discrecionalidad sobre el gasto público ha podido provocar políticas discriminatorias hacia determinadas regiones, un reparto que se base sólo en lo recaudado en cada comunidad autónoma debería tener en cuenta el efecto tan sesgado que ha originado, por ejemplo, la localización de la actividad productiva en los últimos treinta años con un modelo de crecimiento excesivamente polarizado. Abrir el 'melón' de las deudas con el pasado alimenta todo tipo de reivindicaciones y en muchos casos puede terminar derivando hacia debates poco productivos, pero no pueden obviarse los niveles de partida entre los diferentes territorios.

En una reciente publicación de la Fundación BBVA que recoge la acumulación de capital por regiones en el período 1964-2002 se constata que la tercera parte se ha concentrado en sólo dos comunidades, siendo además en ambos casos mayoritario el peso de la inversión pública (como sucede también en el conjunto del Estado); mientras que las diez comunidades que menos inversión han recibido apenas suman una quinta parte del total acumulado en España en dicho período.

Sin lugar a dudas los gobiernos regionales deben ser conscientes de la responsabilidad que tiene la gestión de las políticas económicas en la atracción de los factores productivos y, precisamente, tendrán que ser más acertadas en aquellas comunidades que pongan de manifiesto su desventaja competitiva. Pero, salvo que se persiga perpetuar una estructura de crecimiento regional desequilibrada, que genera desajustes sociales y demográficos poco idóneos, es evidente que la solidaridad entre las regiones debe seguir inspirando cualquier nuevo acuerdo de financiación territorial, sin que se interpongan demasiados condicionantes ni, por supuesto, un límite el desarrollo de las comunidades más ricas.

Como los protagonistas han subrayado, cualquier cambio en el modelo deberá ser ratificado en el marco del Consejo de Política Fiscal y Financiera. Tras las últimas propuestas al debate le sobra visceralidad, pero el tiempo devolverá un mayor raciocinio a todas las partes implicadas, como no puede ser de otro modo cuando están condenadas a entenderse. No es malo que este proceso se alargue si este tiempo se aprovecha para analizar y objetivar. A fin de cuentas, las prisas son malas consejeras.

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