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Columna
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Consejeros independientes

Se ha dicho que la financiación de las sociedades a través de los mercados de capitales ha roto su vínculo con los bancos, que en épocas anteriores ejercían un cierto control sobre aquéllas para asegurarse del reembolso de los préstamos que les concedían. No creo que sea argumento con fuerte base ya que las quiebras de muchas de las empresas protagonistas de los últimos escándalos han puesto en grave peligro a varias instituciones financieras. A mi entender, la causa hay que buscarla en la falta de una cultura de honestidad y de patrones éticos. Hoy día vale todo, el enriquecimiento fácil y sin escrúpulos se ha convertido en un mito y en tal ambiente es difícil hacer frente a las tentaciones del vellocino de oro. Ha sobrevenido una crisis cultural y ética de la sociedad. Los pequeños accionistas han sido y son los que principalmente soportan las consecuencias de esta situación. Para Krugman y Stiglitz, en el mundo globalizado en que vivimos se da una disociación absoluta entre la economía real y la economía financiera, siendo para altos directivos de las empresas una tentación el tratar de obtener rápidas y fáciles ganancias a través de especulaciones financieras: esto es lo que le ocurrió a Parmalat.

Frente a la postura de una regulación pública de cuestiones esenciales, otros consideran que un sistema de economía de libre mercado, abierto y transparente, propicia el conocimiento público de las estafas cometidas y las castiga implacablemente, resultando a la larga mucho más eficiente que un mercado sometido a fuertes regulaciones públicas. Esto último es cierto, pero dicha eficiencia se logra a costa de millones de pequeños inversores, que han visto que una gran parte de sus ahorros se han volatilizado por estafas amparadas en una falta de control.

Recientemente se han puesto a debate dos temas relacionados con la responsabilidad de los consejeros. El primero se refiere al establecimiento obligatorio de un seguro de responsabilidad civil que los consejeros deberían suscribir y se cambiaría la actual legislación que establece que la responsabilidad del consejo es solidaria entre sus miembros y pasaría a ser proporcional al daño causado. Tal medida relajaría los incentivos de los consejeros para una actuación eficiente, ya que el coste del seguro originaría la elevación de su retribución a percibir de la empresa, y en cambio quedaría exento del coste monetario de los riesgos derivados de sus decisiones.

El Estado debería formar a expertos y después seleccionarlos como consejeros independientes

Otra postura va encaminada a distinguir los riesgos derivados de las decisiones tomadas por los consejeros ejecutivos, que tienen la obligación de conocer toda la marcha de la empresa, de las decisiones en que hayan participado los consejeros no ejecutivos, a cuyo grupo lógicamente pertenecerán los consejeros independientes. Esta distinción, que puede ser útil para fijar el grado de responsabilidad en las decisiones adoptadas, no sirve para clarificar el comportamiento de los consejeros independientes, ya que la denominación independiente no es garantía de un comportamiento ético y profesional acorde con tal denominación. Los consejeros de Enron estaban todos etiquetados como independientes y sin embargo dio lugar a una de las quiebras fraudulentas más famosas del ámbito empresarial.

Pasamos a tratar a continuación dos cuestiones claves del problema que nos ocupa: qué entendemos por consejero independiente y cuál debería ser su regulación para que su actuación sea eficiente. Respecto a la primera cuestión, diremos que los consejeros independientes deben gozar de absoluta independencia dentro de las empresas, pudiendo solicitar toda la información que consideren procedente sin que puedan ser vetadas dichas peticiones. Deberán reunir las siguientes características: honradez; actuación profesional reconocida, gozando de buena reputación como experto y como profesional; no tener amistad ni intereses cruzados con los ejecutivos ni con los accionistas de control; comportamiento ético, cuestión esencial, ya que se asiste hoy día a una quiebra general de los valores morales, tanto en la vida política como en la privada, en el político y en el ciudadano, en el sector público y en el sector empresarial, ante este comportamiento se demanda una nueva regeneración.

El Papa Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis Splendor, afirma la necesidad de una radical renovación personal y social, capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia. La falta de ética ha dado lugar a grandes escándalos en las empresas cotizadas, las consecuencias de los que actuaron sin ética las han sufrido los pequeños accionistas, los que colocaron sus ahorros en fondos de inversión, y los que, tratando de completar sus pensiones futuras, confiaron sus ahorros a fondos de pensiones privados.

Dado que, como ha dicho Juan Antonio Garde, los derechos de los inversores y de los pequeños accionistas deben ser considerados como un bien público a proteger por el Estado, tal función debería ser encomendada, dentro de las sociedades, a los consejeros independientes. El problema se traslada a regular por el Estado el procedimiento de selección de dichos consejeros para que actúen de la manera más eficiente. No se trata de crear funcionarios públicos con misiones de vigilancia en la empresa, sino de establecer un mecanismo para proteger de manera adecuada el bien público que para la sociedad en su conjunto representa las funciones que realizan los inversores y pequeños accionistas. Cosa similar al respaldo que los poderes públicos otorgan a notarios y registradores, que dan fe pública de los documentos que autorizan, y del nihil obstat para el ejercicio de la profesión de auditor.

La Administración pública tomaría a su cargo la formación de una bolsa de profesionales y expertos. A tales efectos los interesados presentarían ante la Comisión Nacional del Mercado de Valores la documentación que acreditase reunir los requisitos que a lo largo de este artículo hemos ido señalando. Las peticiones serían sometidas a un proceso de evaluación por una comisión de expertos de la Administración pública y de sociedades. Los acreditados engrosarían la bolsa de consejeros independientes y, de entre ellos, las empresas elegirían libremente. El número de años que un acreditado podría ser nombrado en una misma empresa como consejero independiente sería de cuatro, prorrogables por otros tantos. Lo que acabamos de exponer sería independiente de la necesidad de una nueva reforma del sistema institucional de gobierno de la empresa, de los sistemas de regulación y de la transparencia en las decisiones empresariales.

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