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Tribuna
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Las actitudes y conductas que concretan el entramado de valores que la sociedad considera meritorios tienen un referente ético preciso. Esos valores benefician a la sociedad y a quien los vive, por eso se reconocen y aprecian. Su utilidad global y personal es lo que los hace deseables y, con la excepción de la justicia, que es una virtud centrada, están siempre entre dos extremos, así la templanza está entre el vicio y el ascetismo, la valentía entre la cobardía y la temeridad.

Los valores se predican con el ejemplo en todos los aspectos de la vida de las personas. No se exhiben porque es manifestación de arrogancia o fanfarronería, que son lo contrario de un valor. Esa proclamación evidencia orgullo y prepotencia al tiempo que desprecio a quienes están en un nivel inferior al fariseo que exhibe sus méritos. La virtud es humilde, sabe sus limitaciones y tiene voluntad de perfeccionamiento.

Parte de esa humildad es la renuncia a valorar, juzgar y condenar a los demás, en coherencia con el respeto obligado a otros códigos que puedan tener preferencias distintas e igualmente legítimas porque representan otros valores que no son equiparables y con los que es difícil establecer jerarquías.

La filantropía no es una coartada para el uso ineficiente de recursos ni aporta legitimidad de ningún tipo

El comportamiento ético produce tranquilidad personal, satisfacción con el trabajo realizado, certeza de que el comportamiento con los demás es el apropiado y, como subproducto, genera confianza que facilita la relación y beneficia a todos. Esta es una de las razones por las que las escuelas de negocios resaltan su importancia.

Las empresas que engañan a sus clientes no suscitan entusiasmo en sus mejores empleados, que se irán en cuanto encuentren una oportunidad. Tampoco fidelizan a sus clientes ni consiguen la mejor relación con los proveedores. Las empresas, al contrario de quienes se dedican meramente a asuntos, tienen vocación de permanencia, su trayectoria se cimenta en la fiabilidad y la responsabilidad ratificada cada día. De ahí que los valores subyacentes sean merecedores de encomio, pero eso no justifica su imposición por presiones ni menos por ley.

Predicar la virtud por sus ventajas económicas y, al tiempo, discriminar según la adhesión a unos códigos u otros es, a la vez, un llamamiento a la hipocresía y una injerencia en la vida ajena. Todo eso y otras incoherencias están en la base de reclamar certificaciones de responsabilidad social a las empresas, ofreciendo incentivos y desincentivos.

El punto de partida en esta pretensión es la exigencia de que las empresas legitimen su existencia a través de contribuciones sociales más allá de la obtención de beneficios y lo que les impone la ley. La realidad es que sin ese beneficio no está legitimado que existan pues si hay competencia y las transacciones son libres, sólo hay beneficios cuando se ofrece a los clientes algo que, para ellos, vale más de lo que pagan y que, para quien lo ofrece, cuesta menos que el precio que genera.

Cuando se obra así se hace un uso adecuado de los recursos productivos que son escasos, se crea empleo y riqueza. El valor que se añade se reparte entre quienes financian la actividad, los trabajadores, las Administraciones que recaudan impuestos y los clientes. Con su parte cada uno de estos grupos puede hacer el uso apropiado de lo que recibe en forma de beneficencia y apoyo a las causas que considere pertinentes, pero la empresa, en general, se ha creado para otras cosas y si usara lo que genera para otros fines sería menos eficiente que cuando trabaja en su ámbito.

El mérito de la filantropía no es coartada para el uso ineficiente de recursos ni aporta legitimidad de ninguna especie sobre todo porque se perjudica a terceros. Cuando se piden cosas como pagar más a los próximos y cargar la diferencia al precio se perjudica a los clientes y a la competitividad del país. Cuando se exige a un país del tercer mundo un estándar de emisiones propio del primero se está poniendo una barrera comercial tan alta como un arancel y se exige lo que no se hizo cuando se tenía su mismo nivel de desarrollo. Reemplazar a un proveedor por no estar certificado con olvido de la trayectoria de colaboración y servicio prestados no es ético ni responsable.

Las disyuntivas entre apoyar la cultura o la mejora de atención a los huérfanos, el apoyo al deporte local o a los hambrientos del tercer mundo las resuelven mejor las personas individuales que las empresas.

Realizar actividades valiosas no es meritorio si se hace por obligación y si se impone de modo que todo el mundo lo haga ya no aporta ninguna ventaja comercial. Las leyes blandas, que no obligan pero que exigen pautas a cómo hacer lo que postulan hacen poco por el respeto a la ley. Quien presume de santo no lo es por más certificados que aporte. Pueden faltarle ideas para hacer el marketing, quizá desea mejorar su imagen o evitar que le creen problemas, pero eso no justifica impulsar a que otros pasen por el mismo aro. Si la presión viene desde la política la prescripción de predicar con el ejemplo y el rigor también sirve.

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