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CincoSentidos

De cardenal duro a Papa impredecible

Casi todos nos quedamos perplejos. Aunque, según todos los observadores, entraba en el cónclave con medio colegio cardenalicio a su favor, nadie esperaba que el considerado adalid de la línea más conservadora saliera el martes por el balcón de la logia de las bendiciones como Benedicto XVI. El propio nombre mostraba su personalidad: ni Pablo, ni Juan, ni Juan Pablo, ni siquiera Pío. 'Yo soy distinto', parece querer decir con este nombre. Benedicto, que es también Benito, creador de Europa y con un antecedente de otro Papa pacificador después de la Gran Guerra.

Si los papas anteriores se recogieron las manos en el pecho y Juan Pablo II las puso sobre el balcón con gesto de líder político, éste se asomó hierático con las manos cruzadas hacia abajo y esbozando una sonrisa difícil. Ni siquiera hizo esfuerzo de ganarse el auditorio. Fue breve y conciso como es él, un intelectual, un teólogo alemán en la cátedra de Pedro.

Joseph Ratzinger ha sido la mano derecha doctrinal de Juan Pablo II, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Un teólogo profesional con un prestigio académico indiscutible pasó a convertirse así en el personaje clave del pontificado de la restauración de Wojtyla. Su historia no es lineal.

'La Iglesia está enferma', dijo en el Vía Crucis del pasado Viernes Santo

Sus defensores dicen que sólo un conservador como él puede hacer reformas en la Iglesia

No tenía 18 años cuando lo movilizó el Reich. El terror marcó al joven Ratzinger

Hijo de un comisario de policía (¿paralelismo con Wojtyla, hijo de militar?), Joseph Ratzinger nació en el interior de una familia campesina de la Baja Baviera el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, diócesis de Passau. Su madre pertenecía a una familia de artesanos acomodados. El rubio muchacho creció en el ambiente festivo de una región católica impregnada de folclórico nacionalismo. Aún no tenía dieciocho años cuando fue movilizado en los servicios auxiliares de la artillería antiaérea del Tercer Reich, en los tiempos en que éste comenzaba a debilitarse y a echar mano de adolescentes para continuar la guerra. El miedo será uno de los más terribles recuerdos del joven Ratzinger, cuyo uniforme no le protege del terror de la guerra, que intenta anegar con continuas plegarias. Aprende a tocar el órgano, le gusta Bach y comienza a adentrarse en la filosofía de Hegel, Feuerbach y Schelling. No olvidará una conversación entre Konrad Adenauer, exiliado en una abadía, y un monje benedictino que creía que Hitler representaba una ocasión para que el pueblo alemán se reafirmara y una oportunidad para el cristianismo. Adenauer tuvo que abrirle los ojos.

Ordenado sacerdote en 1951, obtuvo el doctorado en 1953 con una tesis sobre la figura de la Iglesia, como 'casa y pueblo' y cuatro años después, la habilitación para la enseñanza universitaria en Dogmática e Historia del Dogma, con una tesis sobre teología de la historia en San Buenaventura. El contacto con este y con San Agustín marcará su orientación teológica.

Por un lado, se relaciona con la vanguardia de la teología europea, de Henri de Lubac a Yves Congar, pasando por Urs von Balthasar. Por otro, intenta conservar cierto equilibrio. Convertido ya en profesor de Freising en 1958, su carrera académica comienza en Bonn, en el periodo 1959 1963, para alcanzar luego la cátedra de Dogmática de Münster entre 1963 y 1966. Son los años en los que Ratzinger comienza a ser consultado como perito del Concilio, con sólo 35 de edad. Lo llevaba como consultor el cardenal de Colonia Joseph Frings, del ala progresista, que sostendrá dramáticos choques con el Santo Oficio.

La postura de Ratzinger durante el Concilio es objeto de discusión. Según Schillebeckx, cuando afrontaron juntos la composición de la Gaudium et spes, Ratzinger 'sostenía que el texto era demasiado optimista'. Al arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, tampoco le agradaba dicho optimismo del documento conciliar. Ello no obsta para que Ratzinger se entregue de lleno a aplicar el Vaticano II. En 1965, el teólogo bávaro formó parte del grupo de la revista Concilium.

Por otro lado, sufre el enfrentamiento con su antagonista Hans Küng, su colega de Tubinga entre 1966 y 1969. Küng es acusado de capitanear una persecución psicológica contra Ratzinger. Al parecer, el teólogo suizo no perdía ocasión de zaherir la prudencia de su colega, ridiculizándolo entre los estudiantes, que llenaban sus clases y dejaban medio vacías las del alemán. Küng intuitivo, Ratzinger cerebral se enfrentan también sobre la reforma.

Ratzinger optó por huir de la quema y se refugió, cansado, en Ratisbona, su fortaleza natal, arrinconándose voluntariamente y aceptando enseñar en una facultad recién nacida, regionalista y tradicionalista. En 1968, su Introducción al cristianismo, que obtiene un gran éxito de ediciones, abre un debate frente a las teologías modernísimas. La fe, según Ratzinger, se centra en un salto radical por su referencia a lo Otro. Al tiempo, desde esa referencia puede ser reordenado este mundo, que abandonado a sí mismo no iría a otro lugar que a la decadencia y al extravío. La fe es la única manera de darle sentido, un pensamiento netamente wojtyliano.

Ratzinger abandona Concilium por otra revista de orientación bien distinta, Communio, vinculada al movimiento Comunión y Liberación y se distancia formalmente del gran teólogo Karl Rahner, al tiempo que presenta sus reservas a la teología ecuménica y da los primeros pasos hacia cierta involución respecto al Concilio. Piensa que hay que abandonar los caminos equivocados para reformar la Iglesia pues éstos han conducido a consecuencias catastróficas. Parte de una distinción entre el Concilio y el antiespíritu del Concilio. Una de las reformas que urge es la litúrgica. También hay que revisar los nuevos poderes que empiezan a tener las conferencias episcopales. Ratzinger no encuentra fundamento sino meramente práctico. El teólogo bávaro teme que dejen en la sombra la responsabilidad personal del obispo, esencial para la Iglesia desde sus orígenes. El tercer punto urgente que hay que reformar es la relación entre la Iglesia y el mundo: 'Proponer un encuentro sin conflictos de Iglesia y mundo significa desconocer la esencia misma de la Iglesia y del mundo', diría.

Así piensa Ratzinger, que fue promovido al episcopado por Pablo VI (Munich) y así actúa durante más de 20 años al frente del ex Santo Oficio: los teólogos abiertos, los representantes de la Teología de la Liberación, los moralistas avanzados y los profesores que intentan dialogar con las religiones orientales están en su punto de mira y van siendo fulminados sistemáticamente. Juan Pablo II se echa en sus brazos. Comparte con él la tesis de que el mundo moderno ha divinizado la libertad del yo y que se vive bajo el imperio del relativismo. 'La Iglesia está enferma', llegó a decir en el Vía Crucis del pasado Viernes Santo, en el que sustituyó al Papa. Y antes de ser elegido, como decano, pronunció una homilía de tintes sombríos sobre la situación del mundo. Paradójicamente, es el único cardenal con una página de fans en internet.

Sus defensores piensan que sólo un conservador así puede hacer reformas en la Iglesia, que va a ser un gobernante capaz de reorganizar la curia y de cambiar estructuras abandonas por su predecesor, dedicado a viajar como pastor. De hecho, en su primera homilía en latín, Ratzinger habló de diálogo teológico, pero sobre todo de preservar la verdad de Jesucristo y de continuar en el ecumenismo y el contacto con la juventud, que reencontrará este verano en Colonia.

Pero por ahora Benedicto XVI es un enigma. Hay que dejarle actuar. Hasta Hans Küng, su viejo 'enemigo' y víctima, dice que hay que esperar. Su edad, 78 años, hace presumir un pontificado de transición y distinto del anterior. Los cardenales han preferido la seguridad, la sombra alargada de la línea más conservadora de Wojtyla. Pero ahora, vestido de blanco y como 'padre de todos', puede ser impredecible. Dios dirá. Nunca mejor dicho.

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