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Columna
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La tercera reforma del IRPF de Rato

A la luz de las declaraciones de los responsables del Ministerio de Economía y Hacienda, me temo que la próxima reforma del IRPF, detalles aparte, tendrá muchos puntos en común con el estilo de las dos reformas lideradas por el ex vicepresidente Rodrigo Rato. Al parecer una 'dosis de realismo' es lo que ha llevado a descartar modelos alternativos para la tributación de la renta. Este realismo puede dejar de lado principios como la estabilidad legislativa, los objetivos principales de la imposición, la simplicidad o la neutralidad del impuesto.

Un primer elemento a considerar en el diseño tributario es el de la estabilidad legislativa. En un aspecto tan relevante parece haber pasado a segundo plano desde la primera reforma fiscal del PP. Al ritmo que vamos, no nos equivocaríamos si pensáramos que las próximas reformas del IRPF tendrán lugar en 2006, 2010, 2014,… condicionado por el mantenimiento de un escenario de estabilidad política en cada una de las legislaturas.

Desde hace tiempo, se ha venido demostrando que la estabilidad legislativa o, más bien, la estabilidad en las reglas políticas es un elemento útil para el mejor desenvolvimiento de los sistemas económicos. Por mucha razón económica que se quiera poner en cualquier reforma fiscal, el diseño de la reforma debería ser siempre tal que no fuera necesaria una reforma posterior. No ha sido el caso de la reformas de 2002, que en las elecciones de 2004 consideraban superable los programas electorales de los dos principales partidos políticos.

Si alguien se beneficia hoy claramente del impuesto sobre la renta, a causa de su complejidad, es el gremio de los asesores fiscales

Todavía más importante es la idea de lo que se quiere del IRPF, y de cómo se quiere conseguir con las principales medidas de la reforma. Tenemos que remontarnos muy atrás, al IRPF de Francisco Fernández Ordóñez, para identificar una reforma orientada por el principal motivo de dicho impuesto: la recaudación. No es que aquel impuesto sea, desde el punto de vista actual, un modelo de perfección, pero cumplió con su principal objetivo: la suficiencia financiera en la incipiente democracia de finales de los setenta. La eficacia de aquel diseño del IRPF es uno de los principales elementos en la consolidación de nuestro modelo constitucional.

Desde entonces, las sucesivas reformas del IRPF, salvo con Josep Borrell en la Secretaría de Hacienda, han significado una pérdida de recaudación, bien por reducción de la tarifa, bien por incremento de los costes fiscales asociados a las deducciones.

Dejemos la tarifa para más adelante y concentrémonos en los costes fiscales. El IRPF ha sido lastrado desde su origen por un conjunto de deducciones de motivaciones espurias o, como poco, irrelevantes comparadas con los principios básicos que deberían orientar la primera figura del sistema tributario. Por ejemplo, en lo referente al tratamiento de la inversión en vivienda. Si la vivienda es un derecho constitucional, cualquier especialista en sector público podría proponer medidas políticas de gasto para garantizarlo, tanto o más útiles que la deducción en el IRPF.

De la misma manera, uno de los objetivos de las últimas modificaciones del impuesto ha sido el incentivo del ahorro previsión. Sin embargo, en las dos últimas reformas se ha reducido la neutralidad del tratamiento del ahorro: la misma alternativa de inversión recibe distinto tratamiento dependiendo del tipo de producto de ahorro por el que se canalice. Esta falta de neutralidad del ahorro, extensión de la que se produce en la inversión en vivienda, ha tenido efectos muy significativos sobre la distribución de la demanda de los distintos productos de ahorro, sin que nadie haya podido demostrar que ha incrementado la tasa de ahorro de las familias. Pese a ello, su coste fiscal es muy significativo.

Por último, un principio básico de tributación debe ser la simplicidad. Al paso que vamos, no será el impuesto de sociedades la más compleja de las figuras tributarias, consecuencia de una infinidad de deducciones o bonificaciones diseñadas para casos particulares. Será el impuesto sobre la renta, que en ningún caso tendrá el carácter residual en el total de recaudación que tiene el impuesto de sociedades. En algunos casos se ha identificado la complejidad del impuesto con el número de tramos de la tarifa; nada más erróneo. Si tomáramos el impuesto actual y redujéramos el número de tramos a uno, tendríamos un modelo impositivo igual de complicado.

La complejidad surge de la multitud de deducciones, excepciones, regímenes transitorios, bonificaciones y deducciones. Si alguien se beneficia en la actualidad del IRPF claramente es el gremio de los asesores fiscales, pero esa complejidad del impuesto perjudica significativamente la optimalidad de las decisiones de los agentes económicos.

El problema es que cualquier intento de simplificación chocará siempre con el temor a la pérdida de recaudación. Las reformas, por tanto, nunca tenderán a la simplificación, y de paso, colarán alguna deducción o bonificación difícilmente compatible con un impuesto sencillo y de elevada capacidad recaudatoria.

Pero, con todo, lo peor es la ausencia de debate de modelos alternativos. Pese a que la reforma Lagares tuvo participación de expertos de distinta índole, no significó simplificación alguna, a pesar de tenerla como objetivo explícito.

La propuesta del tipo único, que contenía diversos aspectos simplificadores interesantes que podían convivir en todo caso con un esquema de tarifa, chocó con una oposición frontal del Gobierno anterior y, todo parece indicarlo, del actual. Entre tanto, a la opinión pública se le ha sustraído la discusión del modelo de tributación sobre la renta, consiguiendo que tras dos reformas, o tres incluso, la principal figura tributaria tenga como poco los mismos problemas que tenía en 1996.

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