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Tribuna
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El Pacto de Estabilidad, a mejor vida

Las negociaciones para sustituir el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) europeo por otra formulación más flexible parecen concluidas y son el resultado inevitable de algo que ya he comentado en otras ocasiones: la imposibilidad de que Francia y Alemania pudieran cumplir las previsiones del Pacto en un escenario de crecimiento económico ínfimo, como el que aqueja a éstas dos grandes economías de la Unión Europea.

Es de esperar que la flexibilidad impelida por las circunstancias sea extensible a otros aspectos de la Unión, tales como los fondos estructurales, muy importantes para España.

El Pacto de Estabilidad y Crecimiento tuvo su origen en una propuesta de Alemania en 1995, y su objetivo básico era garantizar la disciplina presupuestaria, reduciendo el déficit público a niveles inferiores al 3% del Producto Interior Bruto (PIB) para, progresivamente, llegar al equilibrio presupuestario o al superávit. Parecían objetivos saludables y, cuando se formularon, tenían encaje con las políticas practicadas por la mayoría de los Gobiernos europeos, enfrascados en el saneamiento de las cuentas públicas para ordenar sus economías y contribuir al descenso de la inflación y los tipos de interés.

Durante un quinquenio se lograron la mayoría de los objetivos propuestos, gracias a que el crecimiento de la economía coadyuvó a hacer más tolerables los sacrificios exigidos. La inflación y los tipos de interés bajaron, pero no el paro, que se mantuvo en tasas cercanas al 10% en el conjunto de la UE. No obstante, se creía que el funcionamiento de la Unión Monetaria permitiría el mantenimiento de los objetivos citados y la disminución apreciable del número de parados.

Desde el año 2000 y, a pesar de las expectativas generadas por la implantación del euro, el declive de las economías europeas se ha acentuado, generándose un círculo infernal en el que aparecen un euro sobrevalorado respecto del dólar, una disminución consecuente de las exportaciones, aumento del paro y un crecimiento que, a duras penas, supera el 1% gracias al mantenimiento del consumo. Ante ello, los diferentes Gobiernos nacionales, sobre todo el francés y el alemán, parecen inermes como si no dieran crédito a lo que está sucediendo.

De momento se ha optado por arrumbar las rigideces del Pacto de Estabilidad, pero si ello no se acompaña de un cambio del discurso económico imperante, claramente neoliberal, el porvenir inmediato será incierto y dañará aún más el liderazgo político de los países más afectados, cuyos gobernantes pueden ser despedidos, con toda razón, en las consultas electorales de los próximos meses.

La demonización indiscriminada de las políticas públicas está teniendo, por lo que se ve, consecuencias letales para el buen gobierno.

En cuanto a España, todavía vivimos de las rentas e inercias de las políticas practicadas años anteriores, lo que nos permite mantener una tasa de crecimiento superior a la media de la Unión Europea. Pero, no nos engañemos, si no se actúa con diligencia, las inercias no durarán una legislatura completa. Por ello, sería deseable un esfuerzo del Gobierno, cerca de esos tan queridos socios europeos, para garantizar un flujo de fondos que van a ser necesarios si se opta por estimular el crecimiento con políticas públicas de las que andamos muy necesitados.

Nuestro Gobierno, que se enfrenta a la voracidad creciente de las Administraciones regionales, tendrá dificultades para implantar y ejecutar políticas públicas de carácter general, el caso de la vivienda es sólo un ejemplo de ello.

Por eso tendrá que explorar las posibles salidas que le pueda ofrecer la Unión Europea a través de una canalización de fondos que puedan derivarse directamente a las políticas nacionales. De lo contrario, corremos el riesgo de caer en el estancamiento, ante el cual el Gobierno, desgraciadamente, no podrá contar con el concurso y solidaridad de las comunidades autónomas. Tampoco de los ciudadanos.

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