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Columna
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¿Adónde vas, Europa?

El autor se interroga sobre el futuro de la Unión Europea en una etapa marcada por la ampliación más ambiciosa de su historia, con la difícil incorporación de Turquía en el horizonte. Los problemas del pasado siguen determinando, en buena parte, el futuro

La posible entrada de Turquía en el seno de la Comunidad Europea ha hecho correr mucha tinta durante las semanas que precedieron la cumbre europea que iba a decidir sobre la apertura de las correspondientes negociaciones. Pero esto ocurría mayormente fuera de nuestras fronteras, pues la elite intelectual y política de España no mostró interés, salvo contadísimas excepciones, por la cuestión, al igual que está ocurriendo con la Constitución europea.

Por eso, aunque los Veinticinco hayan franqueado con paso inseguro el Rubicón abriendo la adhesión de Turquía a la Unión y se haya dicho casi todo sobre ello, conviene traerla a colación. Primeramente porque ante esta falta de debate la ciudadanía puede sentirse ajena a la construcción europea y desentenderse del próximo referéndum sobre el Tratado constitucional. Después, por los problemas económicos y geopolíticos que suscita la adhesión de un país tan especial como Turquía.

Esto explica que ninguna de las perspectivas de ampliación de la comunidad que se han ido sucediendo desde su nacimiento en 1957 hayan levantado tantas pasiones como la actual, con la posible excepción de la del Reino Unido. Hay que recordar que Francia (es decir, Charles de Gaulle) vetó en 1963 la entrada de Inglaterra en la CEE.

No era, naturalmente, su falta de europeidad, como ahora se podría achacar a Turquía, la razón de esta negativa, sino el temor de que la pérfida Albión, después de intentar sabotear desde fuera la CEE al inspirar la creación de una zona de libre cambio, la EFTA, siguiese haciendo lo mismo desde dentro. Y los temores no eran infundados. Una vez admitida en 1973 en la CEE, Inglaterra se mantuvo al margen de la primera política macroeconómica de corte europeo: la Unión Monetaria Europea.

A partir del momento en que se acepta la entrada de Gran Bretaña, la CEE cambia irresistiblemente de naturaleza. La ampliación a veinticinco países no hace más que consagrar esta pendiente hacia el 'soberanismo' que culmina (de momento) con la casi segura adhesión de Turquía, pues ¿quién se va a atrever a decir que no a la novia después de 10 ó 15 años de relaciones (negociaciones)?

La naturaleza de Europa no parece, pues, que esté en el centro de los debates sobre la adhesión de Turquía, que se desarrollan bajo una espesa capa de hipocresía. El ejemplo más claro quizás sea el apoyo entusiasta de EE UU y del Reino Unido. Cabe dudar de que esta defensa norteamericana de la entrada de Turquía en la UE sea para ver emerger una Europa más fuerte y unida. Respecto al Reino Unido, lo que desea en realidad es que la UE siga siendo un instrumento polimorfo al servicio de los países que la componen.

Otros partidarios de la adhesión estiman, quizás sinceramente, que más vale tener a Turquía dentro que fuera. Así desaparecería la amenaza de la decepción que para Turquía supondría el incumplimiento de las promesas que se vienen haciendo, como recompensa de sus servicios en la OTAN, desde 1963 con el Tratado de Asociación con la CEE primero y después en 1996 con la Unión Aduanera. También, y sobre todo se ahuyentaría el espectro del choque de civilizaciones agitado por Samuel Hungtington. Pero quizás se tenga una visión angélica de la realidad si se espera que el islamismo turco en el seno de la UE va a tener un efecto disuasorio sobre el terrorismo islamista árabe, que puede recordar la época colonizadora de la otrora Turquía, el imperio Otomano en época no tan lejana.

Los adversarios de la entrada de Turquía en la Unión le achacan su falta de europeísmo, argumento que sus partidarios tienen a relativizar, aunque el Tratado constitucional establece en el artículo I-58 el requisito de europeo como condición para que un Estado pueda adherirse a la UE.

Más importante es sin duda la diferencia cultural debida a la gran fidelidad al islam del pueblo turco y a la influencia que, dado su gran peso demográfico, podría tener en Europa que, diga lo que se diga, está profundamente marcado por siglos de cristianismo.

Al acercarse al Bósforo, al adentrarse en Anatolia, la Unión de Veinticinco parece que quiere cerrar una época, archivar el modelo de los padres fundadores, una ambiciosa unión política. Se ha inaugurado oficialmente el nacimiento de otra Europa que habrá que reinventar trabajando sobre las ecuaciones de su heterogeneidad y de la disparidad profunda en un continente de raíces plurimilenarias.

Y aquí comienzan las dudas. En esta permanente huida hacia delante que ha llevado la Unión de 15 estados miembros a 25, hoy se suma Turquía y mañana quien sabe qué otros países. En esta especie de bulimia geográfica que para existir tiene necesidad de ampliarse de forma imperiosa, Europa se encamina hacia metas ignotas para sus propios protagonistas.

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