La morosa Ley de Morosidad
El BOE de 30 de diciembre del pasado año publicaba la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, que entró en vigor al día siguiente de su publicación oficial.
El legislador español, moroso en la transposición de la directiva comunitaria de morosidad del año 2000, se adapta así a este marco normativo que, ante el fracaso de la Recomendación de la Comisión de 12 de marzo de 1995, pretende acotar la disparidad legislativa existente entre los Estados miembros en materia de pagos de efectos contraproducentes para el buen funcionamiento del mercado interior.
El creciente deterioro de la rentabilidad de las empresas, especialmente de las pequeñas y medianas, provocado por la morosidad en el pago de las obligaciones contractuales, y por los excesivamente dilatados plazos de pago que impone la parte fuerte de la relación comercial, obligaron a las autoridades europeas a la intervención normativa, y a propiciar un marco legal uniforme en el ámbito comunitario.
La nueva norma viene a renovar un marco legal de raíz romanista necesitado de una urgente puesta al día
El objetivo fundamental de la ley es proporcionar una mayor transparencia en la fijación de los plazos de pago las transacciones comerciales, y favorecer su cumplimiento. En definitiva se trata de disuadir al deudor de incumplimientos contractuales de los plazos de pagos, y de que el recurso habitual a periodos excesivamente dilatados de pagos se convierta en un expediente ordinario para la obtención de liquidez adicional a costa del acreedor.
El ámbito de aplicación de esta ley se extiende a todos los pagos derivados de operaciones comerciales, realizados entre empresas, o entre empresas y la Administración. Quedan fuera de la ley los pagos en que intervengan consumidores, y se someten a sus reglas específicas las operaciones comerciales que afecten al comercio minorista.
Las medidas que se contemplan en el texto son básicamente la determinación del plazo de pago, el devengo de intereses de demora, la fijación del interés de demora, la indemnización por costes de cobro, la prohibición de cláusulas abusivas y la regulación de la cláusula de reserva de dominio.
A falta de pacto expreso, pero en todo caso supliendo el silencio que hasta el momento guardaba el Código Civil, se establece un plazo de pago de 30 días, y el devengo automático de intereses de demora sin necesidad, a diferencia del régimen hasta ahora vigente, de requerimiento judicial o extrajudicial de pago.
El tipo del interés de demora será el pactado, en su defecto, el tipo aplicado por el Banco Central Europeo a su más reciente operación principal de financiación efectuada antes del semestre natural correspondiente, incrementado en siete puntos.
Uno de los aspectos más novedosos de la ley es el reconocimiento del derecho del acreedor a percibir una indemnización por los costes de cobro que, tal y como aparece configurado, parece referirse también a los gastos extrajudiciales.
La ley desplaza los usos del comercio y entra a regular en defecto de la autonomía negocial de las partes o, incluso, a limitar esa autonomía negocial al prohibir las cláusulas abusivas que puedan establecerse al pactar plazos de pagos o tipos de interés, en perjuicio del acreedor, y que no resulten justificados por la naturaleza de la prestación o servicio, la prestación de garantías adicionales o los usos habituales del comercio.
En particular, se considera abusiva la cláusula que sirva para proporcionar liquidez adicional a expensas del acreedor. Por lo demás, se contempla la extensión a las operaciones comerciales de una garantía del crédito que hasta ahora era propia del leasing y de la venta de bienes muebles a plazo. Me refiero al pacto de reserva de dominio en cuya virtud el vendedor retiene la propiedad de los bienes vendidos hasta el total pago del precio aplazado.
El legislador español ha sido moroso en la adopción de la normativa comunitaria. La nueva ley, tardía pero necesaria, viene a renovar un marco legal de raíz romanista que hallaba acomodo en los rancios cuerpos legales del siglo XIX, al amparo de un principio de autonomía de la voluntad, necesitado de una urgente puesta al día, a la luz de la seguridad económica y de la lucha contra la morosidad. Bienvenida ley, aunque extemporánea. Más vale tarde que nunca.