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Tribuna
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El asunto de Sacyr y el BBVA

El conocimiento público de que una constructora tiene interés en la adquisición de un paquete de acciones del BBVA, alrededor de un 5%, para influir o, en su caso, determinar la gestión de dicho banco, suscita una cuestión que en España casi nunca ha merecido demasiada atención: la gestión de los bancos españoles, salvo excepciones, está en manos de consejos de administración cuyos miembros, en la mayoría de los casos, son titulares de un número irrelevante de acciones de la sociedad.

Así se explica la iniciativa de Sacyr y cualquier otra que pudiera producirse, sin que, por el momento, se plantee lo anómalo que resulta que nuestras empresas bancarias puedan cambiar de gestores con la adquisición de un porcentaje modesto de sus acciones.

Nuestro sistema bancario ha tenido una historia agitada desde que se produjo la ruptura del statu quo bancario, creado al final de la guerra española (1936-1939), con los decretos aprobados en el verano de 1974, siendo Ministro de Hacienda el señor Barrera de Irimo. Han sido más de 30 años de cambios, impulsados muchos de ellos por una gran crisis bancaria a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, que requirió ingentes cantidades de recursos públicos para su solución.

Precisamente en esto último está el origen de la concentración progresiva de la banca española hasta llegar a la situación actual en la que dos grupos, Santander y BBVA, representan a la gran mayoría del sector.

El fenómeno de la concentración bancaria en España ha resultado beneficioso desde el punto de vista operativo y, en conjunto, ha logrado la mejora y la eficiencia de nuestra banca que, como ya he sostenido en otras ocasiones, puede calificarse sin rubor como de las mejores de la Unión Europea.

También, justo es reconocerlo, los sistemas de regulación y supervisión han contribuido al logro de unas metas de bonanza que son generadoras de confianza por parte de la clientela y de los mercados financieros.

Sin embargo, en materia de gobierno y gestión, ha habido una gran diversificación de la propiedad de las empresas bancarias, acompañada del resultado, aparentemente contradictorio, de creación de núcleos gestores reducidos en número y en porcentaje de propiedad que, con un ejercicio ininterrumpido de la cooptación, vienen dominando el sector.

Esta aparente contradicción ha sido posible por la convergencia de diversos factores, entre los que pueden destacarse la falta de tradición del gobierno societario en España y el escaso interés de los poderes públicos por estimular mayores exigencias en la materia, para suplir el desvertebramiento y la escasa capacidad real de decisión de los accionistas de éstas sociedades. Se trata de una opción acomodaticia, poco preocupada por estimular las capacidades y derechos de los accionistas.

Por otra parte, los intentos de establecer directrices para el buen gobierno corporativo y la introducción de los llamados consejeros independientes han sido, en mi opinión, tímidos y poco trascendentes. La cooptación permanece inalterada, haciendo buenas las sentencias del Príncipe de Lampedusa.

Esta situación, tan placentera para sus protagonistas y relativamente cómoda para los gobernantes, que disponen de un conjunto de interlocutores concretos y, en su caso, intercambiables, puede convertirse en un problema cuando empresas o personas no pertenecientes a ese grupo privilegiado se plantean participar en el mismo sin necesidad, además, de disponer de una gran capacidad financiera. Entonces se descubre la fragilidad del sistema y surge la preocupación tanto en los presuntamente amenazados por la iniciativa como entre aquellos que, desde una perspectiva de buena práctica bancaria, constatan que el sector bancario tiene algunos talones de Aquiles, que son poco recomendables para empresas que gestionan importantes recursos de terceros.

Sin perjuicio de la capacidad profesional de las partes en liza, sí parece conveniente considerar fórmulas que eviten actuaciones potencialmente perjudiciales para el crédito y la confianza en los bancos españoles. Esas fórmulas habrían de exigir porcentajes notoriamente superiores de propiedad para asumir la administración de un banco, para limitar la práctica inveterada del gobierno de las minorías en nuestras empresas más emblemáticas.

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