El papel de China en la nueva era Bush
En este segundo mandato de George Bush como presidente de EE UU, el continente asiático, y China en particular, pueden contribuir a cimentar el multilateralismo, tan anhelado desde Europa.
Con su tradicional combinación de admiración y envidia, la opinión pública china siguió con detalle el desenlace electoral en EE UU. Aunque el país sigue estando lejos de la democracia, su interés por el sistema político estadounidense es muy notorio, hasta el punto de ser habitual, por ejemplo, la aparición de congresistas y senadores americanos en la televisión pública con motivo del quinquenal Congreso Nacional del Pueblo, para explicar con detalle su actividad pública.
Este peculiar sentimiento chino hacia EE UU ejemplifica en gran medida la apasionante relación entre ambos países, auténticos motores económicos del planeta.
La nueva etapa de Bush no deberá modificar en gran medida las relaciones con el gigante asiático, que pasan por un buen momento. Pese a los temores iniciales de que el neoconservadurismo fuera a dilapidar los buenos oficios de su predecesor, Bill Clinton, el primer mandato de Bush sirvió a la perfección los intereses de las empresas americanas en China y logró un excelente entendimiento con sus autoridades. Incluso los incidentes del 11-S parecieron otorgar una causa común a ambos países, ante los esfuerzos chinos por erradicar un modesto terrorismo de raíz islámica en la remota región de Xinjiang. Sin embargo, el creciente papel de China en la región Asia-Pacífico puede ofrecer también un contrapeso a EE UU y constituir un motor del multilateralismo, tomando el relevo del anquilosado eje trasatlántico.
EE UU mantiene con la otra ribera del Pacífico una peculiar relación de dependencia, originada por sus desequilibrios macroeconómicos. Mientras China, Japón, Corea y Taiwán adquieren dólares y deuda pública americana, permiten en buena medida al Gobierno y a las familias estadounidenses vivir por encima de sus posibilidades, sosteniendo así abultados déficit fiscales y por cuenta corriente. A su vez, este exceso de gasto público y privado en EE UU absorbe exportaciones asiáticas, al tiempo que las multinacionales americanas siguen transfiriendo capital y know how a la otra orilla del Océano Pacífico. De hecho, la reiterada exigencia americana en la revaluación del yuan chino tiene más que ver con las necesidades de vender más deuda a China que con la limitación a su capacidad exportadora, puesto que realineamientos monetarios del 15%-20% apenas pueden compensar la abismal diferencia de costes entre uno y otro país.
La creciente interdependencia entre ambas riberas del Pacífico se manifiesta también en las prometedoras relaciones entre China y América Latina. El reciente viaje de Hu Jintao por la región -Brasil, Argentina y Chile- responde a numerosas visitas de mandatarios latinoamericanos a China, ante los crecimientos de dos dígitos de sus exportaciones de productos agrícolas, energía y materias primas al país asiático.
Este nuevo eje transpacífico podría incluso dar un vuelco a las hasta ahora exclusivas relaciones entre el norte y el sur del continente americano. En este sentido podríamos incluso asistir al entierro definitivo de la polémica Área de Libre Cambio de las Américas (ALCA), mientras en el seno del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) se prodigan los encuentros empresariales entre asiáticos y latinoamericanos. A modo de ejemplo, el pasado mes de septiembre se firmaban en Xiamen (China) una serie de proyectos de inversión entre México y China, a la vez que se planteaba un acuerdo para promover los vuelos directos entre ambos países.
El reforzamiento de APEC coincide también con la ampliación de Asean, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático: una semana atrás China firmaba una serie de protocolos para lograr el libre intercambio de bienes entre ambas zonas en 2010, además de la creación de diversos grupos de trabajo para avanzar en la liberalización del comercio.
En todos estos ámbitos -como en sus relaciones con Rusia y Asia Central- China juega un papel clave, sustentado por su creciente peso económico y su voluntad multilateralista. Su curiosa relación de dependencia mutua con EE UU la sitúa también en una posición privilegiada para ahondar en el multilateralismo en este segundo mandato de Bush, que tanto recelo despierta en la vieja Europa.