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Columna
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La cuestión turca

La Unión Europea acaba de anunciar que abrirá negociaciones con Turquía de cara a su posible adhesión a la Europa comunitaria. Se trata de una decisión largamente esperada por el Gobierno turco y permanentemente aplazada por las autoridades comunitarias. La frustrada vocación europea de Turquía, que vio cómo se aplazaba sine die su solicitud de entrada en el club europeo en sucesivas ampliaciones, siempre bajo pretextos de diferente naturaleza, ha acabado por doblegar la reluctancia inicial de la Europa de los Veinticinco.

Su escasa homologación democrática, el respeto a los derechos humanos, la oposición griega, la cuestión kurda, el protagonismo político de las fuerzas armadas o, sencillamente, su precariedad económica con la consiguiente posibilidad de exportar desempleo a Europa, convierten la adhesión turca en difícilmente digerible.

Ciertamente, que la UE decida iniciar negociaciones no significa que estas vayan a consumarse con éxito, sino simplemente esto, que se va a negociar. Pero este inicio de negociaciones exige resolver una cuestión previa: ¿ Turquía es realmente un país europeo? Los turcos responden afirmativamente, que son europeos política y geográficamente, basta con pasearse por las calles de Estambul para percatarse de que uno se encuentra en un ciudad asiática de fuerte vocación europea. Pero la pregunta la podemos formular a la inversa, esto es, la Europa del Tratado constitucional ¿no es algo más que un gran mercado integrado, no es una comunidad de valores?

Turquía es un puente entre dos culturas, o como diría Huntington en su celebérrimo Choque de civilizaciones, es el ejemplo típico de lo que denomina un país desgarrado, es decir, un país que rechaza su identidad cultural para abrazar otra distinta. Desde los años veinte y treinta del pasado siglo, con Mustafá Kemal, padre de la Turquía moderna, intenta zafarse de su legado islámico para abrazar el credo occidental. El modelo kemalista supo construir un Estado laico en un país socialmente islámico, abjuró de la escritura árabe para someterse al alfabeto occidental, abolió el califato y prohibió el uso del fez que simbolizaba el tradicionalismo religioso. Los pilares del kemalismo (populismo, laicismo, republicanismo, nacionalismo, estatismo y reformismo) tuvieron su continuidad en el marco de una democracia militar. Socio de la OTAN, actuó como muro de contención del expansionismo soviético y aliado occidental indiscutible en la zona (por ejemplo, en primera guerra del golfo). Pero un país desgarrado está siempre abocado al fracaso.

Turquía rechazo La Meca, y Bruselas rechazó a Turquía. Aunque en realidad son las contradicciones propias de un país desgarrado las que generan anticuerpos a la homologación occidental. El modelo turco de república democrática y economía de mercado intentó ofrecer una alternativa al islam y a Rusia, pero no lo consiguió. El laicismo militante de Ataturk dejó paso a una laicidad más atenuada, a la francesa, para acabar identificándose, en los años ochenta y noventa, con los valores islámicos. Con el ascenso de los movimientos islámicos, la Oficina de Asuntos Religiosos acabó financiando escuelas islámicas, la construcción de mezquitas y la instrucción religiosa en todas las escuelas públicas. El peaje del apoyo a la primera guerra del golfo fue alto en términos de movilizaciones populares y su política exterior acabó virando hacia los países árabes.

Huntington sostenía que para que un país desgarrado triunfe en su mudanza de identidad cultural se exige el concurso de un triple requisito: que la elite política y cultural del país asuma la nueva identidad, que la sociedad participe de la mutación de identidad, y que la nueva cultura acepte al converso. A Turquía le falló el tercer requisito. Su solicitud formal de ingreso en la Unión Europea de 1987 se vio periódicamente pospuesta hasta ahora.

En esta coyuntura, parece claro que la integración debe producirse de Turquía en Europa y no al revés. Y, por consiguiente, integración en los valores occidentales, no basta con compartir un modelo de economía de mercado, hay que compartir unos valores políticos. En ambos casos las consecuencias son poco halagüeñas: o choque de civilizaciones a escala local o desgarro cultural profundo. Quizás habría que explorar vías intermedias para establecer un status de país asociado, con una relación privilegiada con la UE, como se merece un país tan fascinante y de probada vocación occidental.

Habría que explorar vías intermedias para que Turquía se integre en la UE, pero como país asociado

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