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Columna
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Investiga, que algo queda

La democracia parlamentaria se basa en un conjunto de mecanismos constitucionales que garantizan el control por el Parlamento de la acción de Gobierno. Desde la investidura del nuevo Ejecutivo hasta la moción de censura de un Gobierno constituido, pasando por las preguntas e interpelaciones parlamentarias, y, también, por la constitución de comisiones de investigación para, valga la redundancia, investigar sobre cualquier asunto de interés público.

En nuestro país, en las dos décadas largas de democracia parlamentaria, las hemos tenido de diferentes tipos, básicamente han servido para investigar escándalos financieros y casos de corrupción, nunca se habían creado para investigar un atentado terrorista y las circunstancias que lo envolvieron.

El fatídico 11-M, la desolación y muerte que sembró, su coste en vidas humanas, sin precedentes en nuestro país, y en un escenario preelectoral, justificaba con creces el recurso a esta excepcional forma de investigación parlamentaria. Y ello pese a la singularidad del caso. Esta no es un comisión para dirimir responsabilidades políticas por la gestión de la crisis, están dirimidas ya por las urnas, cuyo veredicto es inapelable en democracia. Esta es una comisión para esclarecer qué ocurrió el 11-M y los días siguientes.

El problema de las comisiones de investigación es que, en muchas ocasiones, no arrojan luz sobre lo que investigan, sino todo lo contrario, siembran confusión. Hay que hacer un denodado esfuerzo para convertir el injuria que algo queda, en investiga que algo queda. Pasar de la máxima goebelsiana al respeto a la verdad tiene su enjundia. No sé si en esta ocasión va a ser así, en cualquier caso la expectación está garantizada.

Por primera vez, van a comparecer en una comisión de investigación un presidente del Gobierno y el ex presidente que le precedió en el cargo. Sobre su comparecencia planeará el espectro de Rabei Osman, conocido como Mohamed el egipcio, considerado como la persona que organizó los atentados del 11-M.

La semana pasada un medio de comunicación nacional revelaba que, en conversaciones interceptadas de Mohamed el egipcio, se felicitaba de que hubiera caído el Gobierno del 'perro Aznar', y de que 'Zapatero haya sido muy listo' porque 'nada más ser investido ha iniciado el diálogo con marroquíes y árabes.'

Se dirá lo que se quiera, pero esta es la más patente constatación de que los atentados se perpetraron con una clara intencionalidad política. Quizás con una doble intencionalidad: derribar al Gobierno legítimamente constituido mediante un macroatentado terrorista para sumir a la sociedad española, en vísperas de unas elecciones, en un estado de shock electoral; e influir en un cambio de la política exterior del nuevo Gobierno que saliera de las urnas.

Coincidamos o no con la política exterior de entonces, o con el cambio de orientación de ahora, lo cierto y verdad es que un grupo terrorista islamista radical consiguió el doble propósito que alimentaba su acción criminal. Constatar esto no es negar legitimidad al Gobierno nacido de las urnas, ni tampoco imputar responsabilidades al anterior Gobierno. Es simplemente constatar, que los terroristas consiguieron lo que se proponían, que su acción estaba meticulosamente calculada, y que el doble efecto que pretendían lo consiguieron. Esta es la triste realidad, la deleznable realidad del terror que se impone con la masacre, la razón de la fuerza contra la fuerza de la razón. Nunca un grupo terrorista había influido tanto en el devenir histórico de un país, precipitando la caída de un Gobierno y condicionando la política de un nuevo Gobierno. Esta es la verdad básica que aflora de la investigación del 11-M, y es de una extraordinaria gravedad.

La joven democracia española no puede permitirse que un grupo terrorista, islamista o no, condicione sus políticas. E insisto, cualquiera que sea la opción política -legítima en sí, si tiene el apoyo de las urnas- que se quiera imprimir a la política exterior. La comisión de investigación debe servir para situar el terrorismo al margen de la contingencia política cotidiana, para renunciar a cualquier género de beneficio político del terror, y para asumir el firme compromiso de que no va a condicionar la política de ningún Gobierno legítimo. En una palabra, para reafirmar más que nunca el Pacto antiterrorista, porque, en política, a veces las cosas no son lo que parecen.

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